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Carlos A. Font Gavira | Historiador y archivero

“Cook llegó el último a Australia, tras los españoles y portugueses”

  • Apasionado de África y otras geografías de la aventura, este investigador y viajero, apasionado de la naturaleza y el pasado, es un habitual de las principales revistas divulgativas de Historia

Carlos Font Gavira, durante la entrevista.

Carlos Font Gavira, durante la entrevista. / José Ángel García

Es difícil que al hablar con Carlos Font Gavira (Los Palacios y Villafranca, Sevilla, 1983) uno no se ponga soñador y vuelva a sentir la vieja sed de aventuras de la adolescencia y primera juventud. África, Oceanía, sublevaciones moras en Filipinas, navegantes, oro, esclavos... son sólo algunos de los temas que ha investigado este historiador sevillano. Carlos Gavira Font, habitual de numerosas revistas de divulgación histórica (‘La Aventura de la Historia’, ‘Andalucía en la Historia’, ‘Clío’, ‘Madrid Histórico’, etcétera), es también un apasionado de la naturaleza salvaje y de los viajes. Lo suyo es mezclar la historia y la aventura, lo que le ha llevado a lugares como Rusia, Mongolia, Uzbekistán, India, Etiopía, Georgia, Cabo Verde, Etiopía, Camboya, Nepal, Rumanía o Polonia, entre otros. Licenciado en Historia por la Hispalense con una tesina sobre el curioso tema de los refugiados alemanes en la Guinea española durante la I Guerra Mundial, ahora prepara su tesis doctoral sobre el mismo asunto. Actualmente trabaja en el Archivo General de Andalucía, lo que conjuga con una labor investigadora que tiene en África su principal punto de atención.

–Su gran tema es África. No es normal por estos lares. ¿Cómo llegó a él?

–Siempre me ha interesado mucho la primera Guerra Mundial. Un día, leyendo un periódico de la época leí una brevísima noticia de apenas tres líneas. Era sobre un grupo de alemanes que se habían refugiado en la Guinea española en 1916.

–En el ecuador de la Gran Guerra. ¿Qué había ocurrido?

–Siempre que pensamos en ese conflicto visualizamos las trincheras de Verdún o el Marne, pero olvidamos que en las colonias africanas también hubo guerra. La colonia alemana de Camerún era vecina de la Guinea española. La situación de los germanos allí era casi desesperada, porque estaban en inferioridad de hombres y la flota británica tenía bloqueada la costa africana e impedía la llegada de suministros. Aún así se negaban a rendirse ante las tropas aliadas y decidieron refugiarse en un territorio neutral como la Guinea española.

-¿De cuántas personas hablamos?

–Unos novecientos militares alemanes, unos 800 civiles blancos militarizados (fuerzas de autodefensa) y unos 6.000 askaris, que eran soldados nativos muy disciplinados y leales a los germanos. Prefirieron seguir a sus colonizadores en la derrota a rebelarse contra ellos, lo que matiza algunos discursos anticolonialistas tan en boga ahora. También hubo entre 20.000 y 30.000 civiles africanos. Estamos hablando de un auténtico éxodo, de algo que nos recuerda a algunos problemas que está viviendo actualmente el mundo.

–Tuvo que ser un auténtico problema para las autoridades españolas de Guinea.

–Imagínese. En el puesto de Río Campo, que era la frontera natural entre Camerún y Guinea, sólo había dos guardias coloniales cuando llegó aquella oleada de refugiados. Tuvo que ser surrealista. Además, la escasez de recursos de todo tipo de la Guinea española era enorme. Muchos venían enfermos y con heridas de guerra.

La llegada de miles de refugiados alemanes a la Guinea española fue un auténtico éxodo

–¿Y los españoles dimos la cara o los abandonamos a su suerte?

–Los atendimos con mucho esfuerzo. Es impresionante leer los informes tan crudos que el gobernador español, Ángel Barrera, le mandaba al Ministerio de Estado (Exteriores) pidiéndole ayuda y, sobre todo, que se pusiesen en contacto con Alemania para buscar una solución. Entonces, el presidente del Gobierno era Romanones, que era aliadófilo y no les tenía ninguna simpatía a los alemanes. De hecho, en sus memorias dice que si por él hubiese sido los hubiera dejado pudriéndose bajo el sol tropical.

–En esa época había muy poca experiencia en el tratamiento de refugiados. ¿Cómo lo hicieron?

–Los concentraron en la playa tanto para aislar a los enfermos como para facilitar los suministros por mar. En las primeras semanas murieron más de 1.030 personas. El plan español fue trasladarlos a la isla de Fernando Poo, que era lo que querían los aliados para tener a los alemanes completamente controlados. Allí se construyeron campamentos bien hechos (tenemos los planos), con medios hospitalarios, cultivos... donde se internaron a los refugiados africanos.

–¿Y los alemanes?

–Los mandaron en dos vapores, el Isla de Panay y el Cataluña, para España. Aquí los internaron en tres plazas: Alcalá de Henares, Zaragoza y Pamplona. Todas eran ciudades de interior para evitar problemas con los aliados. Al acabar la guerra la mayoría volvió a Alemania, pero algunos se quedaron en España y formaron familias. Conozco una señora en Pamplona que es descendientes de estos alemanes.

–¿Y Sevilla?

–Estuvieron de paso. El tren en el que viajaban hizo una parada en la estación de San Bernardo. Allí los recibió la colonia alemana y austriaca de la ciudad, todos con escarapelas con las banderas germana y española, y le ofrecieron una merienda con bocadillos de tortilla y jamón. Las crónicas cuentan que cantaron el himno de Alemania.

–Por razones obvias, en Sevilla siempre hemos tenido muy en cuenta a América. Sin embargo, pese a nuestra historia y cercanía geográfica solemos olvidar al continente africano. A veces parece que no existe.

–Es comprensible que durante los siglos XVI, XVII y XVIII se empleasen todos los medios humanos y materiales en la colonización de América, pero llama la atención que, en el siglo XIX, cuando ya habíamos perdido las colonias americanas, no tuviéramos una política africana nítida, al contrario que otras potencias europeas como Francia, Inglaterra o, incluso, Italia, que era una nación recién nacida. A nosotros nos dieron las migajas del Rif, el Sáhara y apenas una tirita de territorio en el Golfo de Guinea, pese a que estábamos presentes allí desde 1778.

–¿Tan temprano?

–Por el tratado de San Ildefonso con Portugal. A cambio de reconocerles los límites con Uruguay, los portugueses nos dieron las islas de Fernando Poo y Annobón, aunque España apenas realizó allí ninguna acción colonizadora. Eran simples escalas para el tráfico negrero y esclavista.

–La Conferencia de Berlín (1884-85), en la que se hizo el famoso reparto del continente africano al completo, España apenas consiguió nada.

–Allí mandamos de plenipotenciario a Francisco Coello, quien se desgañitó reivindicando amplias posesiones en el Golfo de Guinea. En verdad, a España le correspondía casi la mitad de Camerún, Guinea y un poco de Gabón, unos 250.000 kilómetros cuadrados… Pero al final se quedó con ese rectángulo de selva de apenas 28.000 kilómetros cuadrados.

El 98 no fue más que la última puntilla en el ataúd. En el siglo XIX, España no tuvo fuerza ni política exterior

–Está claro que, en el siglo XIX, después de la Guerra de Independencia, apenas existió una política exterior española.

–Sí, el 98 no fue más que la última puntilla en el ataúd. España no tuvo fuerza ni política exterior en el XIX. Uno de los que clamó por la necesidad de una política africana fue Joaquín Costa. El propio Cánovas del Castillo decía que a Marruecos no había que verlo como un enemigo y que había que ayudarlo a desarrollarse para crear un aliado fuerte y sólido al otro lado del estrecho. Es exactamente el mismo discurso que se sigue haciendo ahora.

–Pese a todo lo dicho, el puerto de Sevilla tuvo una cierta importancia en la exploración de África ya desde la Baja Edad Media. La conquista de Canarias se dirigió desde aquí.

–En esta proyección africana tuvo mucha importancia el tráfico negrero. Cada reino europeo tenía su ciudad esclavista: En Francia, Nantes; en Inglaterra, Bristol; en Portugal, Lagos (donde acaban de restaurar el mercado de esclavos más antiguo del país) y Lisboa; y en España, Sevilla. Un cronista germano del siglo XVI dijo que Sevilla era como un tablero de ajedrez, porque había tantas fichas blancas como negras.

–Al golfo de Guinea, además de a por esclavos, también se iba a por oro, ¿no?

–De hecho se le llamaba la Costa de Oro... Los primeros que viajaron a la zona fueron los portugueses, pero después fuimos los españoles y, especialmente, los andaluces. De ahí vienen las dinastías de los Pinzones y otras, que empezaron a imitar a los portugueses para pescar en el Golfo de Guinea. Digamos que los marinos andaluces se entrenaron en esas aguas. Nunca se habla de la etapa africana de Colón, pero podemos decir que este navegante, antes del descubrimiento de América, se habilitó en el Golfo de Guinea como tal. Allí cogió una experiencia vital y, sobre todo, conoció la Corriente de África, que te lleva de Cabo Verde a Recife, en Brasil. Eso lo aplicó en el tercer viaje colombino: bajó a Cabo Verde, cogió la corriente y llegó a Trinidad Tobago en dos meses justo. Esa ruta también la tomaron Vicente Yáñez Pinzón, Juan de la Cosa, Américo Vespucio...

–¿Y el oro? Nos hemos olvidado de él.

–Todas esas fantasías y quimeras de los reinos y ciudades de oro, que luego fueron tan populares en América, empezaron en África. Del rey de Malí, el famoso Abubakari, se decía que era el más rico del mundo. De hecho, el bellísimo Atlas de Cresques, de 1375, pinta en el África occidental a un Rey negro, con su corona y túnica, portando una pepita de oro enorme.

–Entre sus muchos intereses investigadores también está Oceanía.

–Concatenado al descubrimiento de América está el descubrimiento de Oceanía, algo que se nos suele olvidar. Desde hace unos años busco indicios de presencia temprana de los españoles y portugueses en Australia, en los siglos XVI y XVII, mucho antes de que se posicionasen allí los británicos.

Nunca se habla de la etapa africana de Colón, pero este navegante se habilitó como tal en el Golfo de Guinea

–El capitán James Cook…

–Él fue el último en llegar, después de españoles y portugueses… De hecho ya está demostrado que para su viaje se basó en cartas y portulanos españoles que los británicos robaron en Manila, cuando saquearon esta ciudad durante la Guerra de los Siete Años, en el siglo XVIII. Entonces, Manila era el centro náutico del Pacífico.

–Guinea tuvo su representación en la Exposición del 29, ¿no?

–Sí, el pabellón llamado de las Posesiones Españolas del Golfo de Guinea. Se construyeron unas cabañas con materiales auténticos de la zona. Eso significaba que, al fin, Guinea iba cogiendo un cierto protagonismo en el mundo colonial, aunque perteneciese todavía a la subdirección general de Marruecos y Colonias. Dentro de la moda de los zoológicos humanos, tan en boga en Europa y Estados Unidos en los años 20, al pabellón de Sevilla trajeron nativos guineanos (pamúes o fangs, bubis…), un leopardo, chimpancés… Hace poco vi un folleto publicitario de la instalación que reproducía la foto de un elefante que era… ¡asiático!

–Un personaje en el que también se ha fijado es en el sevillano (de Montellano, para ser más exactos) José David Sánchez Ibargüen y Corbacho. ¿Cuéntanos de él?

–Me fijé en él porque en el Archivo General de Andalucía, que es donde yo trabajo, tienen el fondo documental de este marino de guerra. Es una historia impresionante. En 1897 lo mandaron a Filipinas, a la Isla de Mindanao, un mundo aparte dentro de ese archipiélago porque, como usted sabe, la población es musulmana y nunca se consiguió su conversión al cristianismo. Desde que España puso allí el pie, en el siglo XVI, había vivido en una sublevación perpetua…

–Y aún hoy, como vemos con el Frente Moro.

–Los habitantes de Mindanao no tienen nada que ver con los tagalos, ya que son de etnia indomalaya. Por su religión han conservado el nombre de moros, como le llamaban los españoles. Es gente muy belicosa que siempre ha vivido de la piratería, por eso el mar de Filipinas es el más peligroso del mundo. Pues bien, allí fue Sánchez Ibargüen para mandar una flotilla de cañoneras, novedosas para la época, que operó en la laguna de Lanao, el lago más grande de Mindanao y el segundo mayor de Filipinas, un pequeño mar interior. Todos los días las cañoneras salían de patrulla para buscar las rancherías, que era como se llamaban los poblados de los moros. También bombardeaban las cottas o fortificaciones de los insurrectos. Fue una guerra parecida a la que después fue la de Vietnam, imposible de ganar. El enemigo no se rendía nunca. Esta insurrección se solapó con la Guerra con EEUU. Pero da la sensación de que Sánchez Ibargüen apenas se enteró de esta circunstancia, porque no hace ninguna referencia en su diario de operaciones. Además los norteamericanos cortaron las comunicaciones de Manila con el resto de las islas, por lo que estaban completamente aislados. Yo la llamo la “guerra de las cañoneras del fin del mundo”.

Si el marino de guerra sevillano Sánchez Ibargüen no fue el último de Filipinas, sí fue el penúltimo

–¿Y cómo acabó aquello?

–Sánchez Ibargüen se llegó a apuntar el tanto de apresar un carguero de EEUU, el Savanah, que llevaba 1.400 toneladas de carbón. Según un medio de la época fue el único apresamiento de un barco norteamericano por parte de los españoles en aquella guerra. La orden de rendición a este marino le llegó tres meses después de haberse producido, tiempo en el que siguió combatiendo. Si no fue el último de Filipinas, fue el penúltimo. Finalmente se encargó de destruir el material y hundir las cañoneras para no dejarle nada al enemigo. Como a todos los soldados españoles destinados en Filipinas le costó volver a España, aunque él tuvo suerte y pudo coger un barco a los tres meses. El Gobierno de la época actuó con auténtica desidia. Fue horroroso. Salió en marzo de 1899. Murió donde nació, en Montellano. Los EEUU heredaron el conflicto con los moros de Mindanao y, después, el Gobierno filipino.

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