Crónica del Martes Santo

Al calor del rosa

  • La noche es la mejor aliada para hallar la belleza de la fiesta.

  • La cofradía del Cerro se ha vuelto esencial para entender la autenticidad de la Semana Santa.

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San Benito, ante Santa Ángela (2017) / ÁLVARO OCHOA

El rosa no es un color. Es el triunfo de la medida. De lo clásico. De lo que nunca pasa. De lo que resiste a las embestidas de las modas. Del frikerío del costal y la trompeta. De los místicos de nuevo cuño. El rosa es la conjunción de la belleza. La alianza contra todo lo que ha de esconderse de una fiesta que exhibe, cada vez más insolente, sus síntomas de decadencia. Rosa fuerte en el Cerro, asalmonado en el Rectorado y levemente violáceo en San Lorenzo. Rosa como bálsamo para curar la mirada ante la basura, ante tantos desechos, ante tanta postrimería lastimera -y maloliente- de la Semana Santa.

El Señor de las Misericordias, de Santa Cruz, por la plaza Virgen de los Reyes / ÁLVARO OCHOA

El Cristo de las Misericordias, de Santa Cruz, por la plaza Virgen de los Reyes. / Vídeo: Álvaro Ochoa
Sonaba Madre, tu Dulce Nombre en Gravina. Madrugada del Martes Santo. Trasera de la Virgen de las Aguas. En las aceras, una veintena mal contada de personas. El palio -por fin unas bambalinas que se mueven- se recortaba en la oscuridad sin término de la noche. Los presentes miraban de reojo el reloj. Eran las tres y media de la mañana. No importaba dormir poco. Ni las obligaciones de la mañana siguiente. Todo estaba en su sitio. La calle, el paso, la música, las flores. No faltaba nada. Ni sobraba. El palio giraba hacia Pedro del Toro en la lejanía. Las retinas quisieron grabar ese momento. El de una noche que nos reconcilia con la celebración. ¡Cuánto hay que esperar para hallar instantes de esta dulzura! Aquí no había roedores de pipas. Ni señoras orondas en sillitas de chino. Ni público irrespetuoso. Ni seguidores de capataces de renombre. Sólo 20 personas para las que el minutero se había detenido. Centraban su mirada en el palio de malla que se alejaba. Toca monjil. Manto azul. Camelias y jazmines. Un paraíso que se perdía. Como sueño inalcanzable.

Salida del Señor de la Salud y Buen Viaje, de San Esteban / JOSÉ ÁNGEL GARCÍA

Salida del Señor de la Salud y Buen Viaje, de San Esteban. / Vídeo: José Ángel García

La noche le sienta bien a la fiesta, cual abrigo que todo lo tapa. El público que viene a consumir cofradías ya está de vuelta. En su casa. Sólo permanece el que busca deleitarse en los detalles. En las estampas clásicas. En las que no requieren de explicación. Sólo de sentir. De dejarse llevar. El Cristo de la Vera-Cruz volvía a su capilla entre mezclas de sonidos. Motetes y saetas se entrecruzaron en el aire adormecido. El palio de la Virgen de las Tristezas refrendó, una vez más, el principio de sobra conocido: menos es más. Empezó a refrescar en Virgen de los Buenos Libros. En los naranjos aún había azahares que resistían al calor. Sólo un tramo de la calle se apagó. Sonaba Madrugá mientras la Virgen de los Dolores, de las Penas, giraba frente a la antigua comisaría de la Gavidia. Gigante racionalista frente al barroco reinventado. El prodigio de Cayetano González y Juan Carrero le daba la espalda al edificio de Ramón Montserrat. De fondo, Tejera. Sucesión de nombres en una esquina. El cruce donde un rótulo, con luces nada discretas, anunciaba que un bazar chino permanecía abierto 24 horas. Zona de avituallamiento del respetable. La marcha de Abel Moreno se colaba en el negocio de la potencia amarilla, atestado de clientes. En esta sucesión de elementos surgió la saeta a dúo, modalidad que irrita a los ortodoxos del género.

San Esteban por la calle Imagen (2017) / ÁLVARO OCHOA

San Esteban, por la calle Imagen. / Vídeo: Álvaro Ochoa

Entró la de San Vicente mientras que en Gravina imperaba la serpentinata. Crujió la canastilla del crucificado del Museo, el más italiano de todos. Lecciones de manierismo a altas horas de la madrugada. A sus pies, un cuidado monte de flores rojas. El calor abrió de par en par los tulipanes. Parecían exclamar como el Cristo de Marcos Cabrera. Entregar su espíritu -de pétalo y pistilo- a la noche exhausta.Hablábamos antes del rosa como refugio de la belleza. El Martes Santo lo reafirma. El rosa en las flores del Cerro se acerca al fucsia. Tonalidad viva, al máximo grado, como es su barrio, su gente. Aquí no valen medias tintas. O todo. O nada. El barrio se convierte en tribu nómada una vez al año. O te vienes. O te quedas. No hay más consigna que la Virgen de los Dolores. Soportando estoicamente el calor. Avenidas huérfanas de sombra. Páramos de sol con cables de tranvía. Sólo esta cofradía sabe lucirse donde otras no pueden. Entre pisos tardofranquistas, nuevos áticos de diseño y una gasolinera de eficiencia energética. En estos kilómetros de asfalto sólo hay verdad. Mucha. Ésta es la Semana Santa que vive al margen de los entresijos que acaparan titulares. La que apenas sabe -ni quiere saber- de fías, porfías y cuestión con cofradías. El único mandato es andar. Llegar al puerto de sombra de la calle San Gregorio. Ir lo más cerca posible del manto de la Virgen. No perder de vista la elegante silueta del palio. A estas mujeres del Cerro se les acelera el pulso cuando la cofradía entra en Tetuán. Saben que más allá todo quedará en manos de la oficialidad. De horarios y vallas. Estas mujeres, que cada primavera cosen el mayor hilván devocional de la ciudad, cuentan los minutos que quedan para verla salir por la Puerta de los Palos. Por devolverla a su patria chica. La de las casas bajitas. La de Afán de Ribera (la Quinta Avenida del barrio). La de la antigua Hytasa. Y se va la Virgen de los Dolores, dejando el sabor de lo auténtico. El que huye de la impostura. El que aporta, a granel, verdad a la fiesta.

Salida del Cristo de las Almas, de Los Javieres / M. J. LÓPEZ

Salida del Cristo de las Almas, de Los Javieres. / Vídeo: M. J. López

Antifaces de terciopelo a más de 30 grados. Burdeos por el antiguo matadero. Morados en Luis Montoto. Geometría de cirios doblados. Ruptura de la verticalidad. Triunfa la curva en la cera y en la ropa sinuosa que enseñan las jóvenes cuando el mercurio se pone al rojo vivo. La subida del termómetro es consustancial a la bajada del buen gusto. Adiós a la chaqueta. Camisa suelta. Colores claros. Y hasta algún que otro pantalón corto. La antigua Calzá es una playa a eso de las cuatro de la tarde, cuando el Lorenzo aprieta. Sombrillas y cervezas por doquier. La sombra se cotiza alto. La tarde se ha metido en vaso largo. Entra, en masa, el público de los misterios. El que idolatra los izquierdos por delante y el costero a costero. El que graba las bandas. El que se conoce de memoria los nombres de los pateros y hasta de los costaleros que van de corriente.

Salida del Cristo de la Sangre, de San Benito / JUAN CARLOS VÁZQUEZ

Salida del Cristo de la Sangre, de San Benito. / Vídeo: Juan Carlos Vázquez

Avanza Pilatos presentado a este Dios de manos atadas al pueblo. A su antiguo barrio de casas de vecinos donde hoy imperan las oficinas y los pisos revalorizados. Ya no está el puente, pero el puente sigue esperando cada año a San Benito. La cofradía de las capas almidonás, como dejó escrito -y aún canta- el juglar de la Calzá, Pascual González. Viene el Señor de mansa mirada con el sol reflejado en el pecho. Espejo de un martes de flama y abanico.

La salida del Cristo de la Buena Muerte, de Los Estudiantes / ANTONIO PIZARRO

Salida del Cristo de la Buena Muerte, de Los Estudiantes, en 360º. / Vídeo: Antonio Pizarro

San Benito se despliega del extramuro al centro. De los caños de Carmona al Antiquarium de las setas. Todo lo ocupa esta hilera de capirotes morados. Un río blanco y malva que muere en el mar burdeos de la Virgen de la Encarnación. Océano de elegancia popular. Portento del barroco. Nubes de incienso. Sudor en la frente. Rostros enrojecidos. Nazarenos de barrio. Vueltos hacia sus titulares, como mandan las normas no escritas de los cortejos de capa.

El Cristo de Desamparo y Abandono, en las calles del Cerro. El Cristo de Desamparo y Abandono, en las calles del Cerro.

El Cristo de Desamparo y Abandono, en las calles del Cerro. / Belén Vargas

Algarabía de monaguillos en el Rectorado. Cátedra de Fe sobre un monte intensamente morado. La dulce muerte del Dios más humano. Hay que pedir prestados los ojos de estos niños para encontrar la belleza escondida de la Semana Santa. La que huye de los tópicos, de la mala educación y de la cochambre. La que prefiere dormirse cuando las calles del centro quedan convertidas en una auténtica pocilga. La que no entiende de experimentos con una sagrada imagen para mayor gloria del prioste de turno. De Reina, para el paso. De hebrea, para el altar.

Sólo con esos ojos se entiende la infinita belleza del palio de la Bofetá. De la intensa mirada de esta Virgen castiza. Del clasicismo que supera las modas. Del rosa consustancial a su Dulce Nombre. En su saya y en sus flores. El rosa es más que un color. Es el triunfo de esa otra Semana Santa. La que se vende cara. Es la autenticidad del Cerro. Es el equilibrio renacentista en el palio de los Estudiantes. Pilatos combatiendo, de frente, al sol en la Calzá. Y el más bello epílogo para un martes a 30 grados. La noche en la que el rosa deja de ser un color para convertirse en sueño. Mejor no despertarse.

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