El Palquillo

Salir, vivir, rezar, amar

  • lÉse será el gran Misterio Pascual que celebramos: el del Amor de un Dios Crucificado

El Cristo del Amor saliendo de la iglesia del Salvador.

El Cristo del Amor saliendo de la iglesia del Salvador. / Juan Carlos Vázquez

Los cuatro puntos cardinales de la Semana Santa. Cuatro actitudes, cuatro verbos que marcan un profundo sentido de verdad, de cultura entendida como el tapiz tejido por los pueblos a lo largo de su historia, con capacidad para expresar un concepto sin necesidad de explicación alguna. De fe mostrada y compartida desde hace siglos, traspasada de generación en generación con silencios y gestos

¿Es ésta la base de la Semana Santa del siglo XXI? Definitivamente no. Es cierto que el acercamiento a los fenómenos culturales deriva en una percepción individual dispar, en un arco iris de múltiples colores en el que cada individuo toma de la propia manifestación aquello que le es más cercano, más querido; lo que retrotrae su memoria a tiempos felices o lo que le facilita el acercamiento a una realidad trascendente. Cientos, miles de matices que, sin embargo, no adulteran ni influyen en la radicalidad de la originalidad del sentido primigenio de aquello en lo que se participa.

Hoy, mañana, en una semana, usted, yo, todo un pueblo, un año más, asumiremos uno de los protagonismos más hermosos que podemos ejercer a lo largo de nuestra vida; el ser y hacer cultura; el de mostrar y transmitir la fe que profesamos. Pero esa realidad casi mágica, ese resurgir de lo más bello de la ciudad, esa actualización de la fe, solo será posible si de verdad nos convencemos de que la Semana Santa, nuestra Semana Santa, vivirá de forma auténtica mientras se produzca el encuentro gozoso entre un Dios que se echa a la calle y el alma que busca la trascendencia a través de la belleza.

Quizá en este ambiente de irreverente desprecio a la cultura, donde grandes monumentos de piedra son azotados, dañados, castrados por la incompetencia de los poderes públicos, por la insensibilidad de los medios o por el olvido de los sistemas educativos, sea difícil entender estas cuatro palabras. Quizá en este ambiente de perseverante ataque a lo trascendente, de sectaria embestida a la Iglesia y a cuanto representa, de permanente agravio a los valores del Evangelio, sea difícil conciliar estas cuatro palabras. Al fin y al cabo, desde la primera cruz de Alexámenos muchos han sido los insultos y los desprecios. Pero hemos de intentarlo, porque a pesar de ellos hemos sido capaces de florecer, de existir, de orar y adorar… y de amar, y porque la salud de la Semana Santa no depende de cámaras ni vallas sino de nosotros mismos.

Para ello, en primer lugar, hay que salir, pisar la ciudad, quizá incómoda en este tiempo en el que tantas seguridades buscamos que perdemos la conciencia de que, paradójicamente, la única seguridad nos la ofrecen las manos clavadas del crucificado. Salir, oler, escuchar. Impregnarse del aire y de la fiesta, del abrazo, del silencio, de la música, de un racheo o un crujido. Huir de la tranquilidad de la habitación, de las cuatro paredes de nuestras jaulas de oro y hacernos pueblo con el pueblo, creadores de vida y de esperanza, fuentes de lágrimas y pozo de alegrías. Salir no para formar parte de una estadística, sino para ser y sentirnos sangre en las arterias de la urbe, caudal de agua transparente en el cauce de la devoción, savia en la rama de un árbol con raíces profundas, muy profundas.

Salir para vivir nuestro tiempo, el que nos ha tocado, ni mejor ni peor que otros anteriores, distinto, con sus particularidades, sus novedades que, al fin y al cabo, en nada permutan la esencia. Vivir para poder soñar, para poder recordar algún día ese sublime momento, ese único instante en el que nos encontramos con Él y con nosotros mismos. Vivir para poder contar en la cabecera de una cama lo vivido, para seguir creando realidades de los sueños, para que, terminado nuestro camino, podamos señalar sus ojos y, sonriendo, decir confiados: yo te conozco, te vi y me viste en aquella esquina, bajo el sol brillante de la ciudad en calma, andando entre las sombras de la noche encerrada entre los muros del viejo templo hueco.

Vivir para rezar. Si es creyente, para afianzar la esperanza, para acordarse de los que nos traspasaron el monumento de lo que vemos, para agradecer lo que nos legaron, para fortalecernos en la caridad. Si no es creyente para, mediante el respeto, disfrutar con la belleza, que también es una forma de rezar y reconocer las maravillas del Creador.

Rezar para amar. Si ha llegado hasta aquí no lo olvide. Porque ese será el gran Misterio Pascual que celebraremos en estos días santos, el del Amor de un Dios crucificado que sigue siendo escándalo para los cómodos, para los que se encierran en el egoísmo de sus propias inseguridades, para los que prefieren mirar la vida a través de pequeñas pantallas en lugar de vivir y grabar los momentos en el corazón, para los que olvidan que lo único importante es ese inmenso universo que cabe entre pared y pared de la calle que en la noche acuna a Dios, en los brazos descolgados del rostro sereno del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, del Dios de nuestros padres y de nuestros abuelos; de un Dios que hoy, una vez más, volverá a gritar en silencio a la ciudad abierta a la Fe.

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