La Estrella desborda la ciudad en su triunfal regreso a Triana
Cofradías
La dolorosa puso el broche de oro a las bodas de plata de su coronación en una jornada para el recuerdo
Un 2 de noviembre marcado también por los traslados del Cristo de San Agustín y la Virgen del Socorro a la Catedral
En la inmensidad tenue de la tarde la Catedral se manifestaba con un color de piedra fina, como los cielos de este otoño en su ecuador. Un color propio en el que la memoria nos pinta un trazo esencial: el de la ausencia. Era un 2 de noviembre, con la ciudad cuajada de flores y de lágrimas calladas, cuando salió la Estrella, que siempre sale. Y viéndola pasar, como un firmamento hecho dolor y hecho carne, se alojaba en nuestro interior un tronar dichoso, un relámpago de belleza que nos salva de la duda y del tiempo.
La Estrella, de por sí, es radiante, luminosa y clara; pero por donde quiera que pasara se levantaba a su alrededor un fogonaz amigo. Eran las cinco de la tarde y por el Arenal caminaba esta indescifrable dolorosa, que buscaba de nuevo su barrio de Triana tras celebrar las bodas de plata de su coronación canónica. Bajo el mismo palio que entonces, el de Garduño, suntuoso y profundo, con la saya blanca y el manto de María del Traspaso, enjoyada como pocas veces, cuajada de flores esquineras y arrollando a su paso todo cuanto encontraba: corazones, esquinas, geometrías. Un reguero de cirios impolutamente azules y de 'bacalaos' inquietos se abría paso por el Arenal hasta deshacerse, como las nubes del jueves sobre el puente, en la capilla de la Piedad. Allí nuevamente la Estrella formalizó su despedida del centro de la ciudad para marchar hacia el Pópulo y una Reyes Católicos a rebosar.
Triana brillaba con luz propia -como siempre- esperando el regreso de su más preciada Estrella, la que es puerta de paso cada día para tantos y tantos vecinos. Se respiraba una atmósfera de fiesta desgarrada por las costuras, que hizo suya la ciudad en los ojos porcelanosos de esta dolorosa, primor y altura de nuestra Semana Santa. Callejeando por Santa Ana alcanzó Pagés del Corro y allí esperaba el Simpecado rociero, al que devolvió la visita que cada miércoles de carretas rinde los orgullosos romeros. Entonces, todo era nuevo para todos en lo estético que no en lo sentimental. ¡Cuántas familias se agolpaban cercana la medianoche a las puertas de la Casa Salesiana esperándola, henchidos de gozo! ¡Cómo sonreía María Auxiliadora, que quiso asomarse a su puerta tal si fuera una tarde de mayo! ¡Cómo tronaban las campanas, los aplausos, los vivas lanzados por el alma de los niños, que era la de todos!
En un suspiro, la Virgen alcanzaba la calle San Jacinto con el objetivo de culminar su travesía y un anhelo: sobrepasar la frontera del tranvía y comprobar si es verdad lo que tanto se ha escrito de las blancuras y la oscuridad limpia del Barrio León. Parecía, en efecto, que aquello era así de siempre y que la Estrella pasaba todos los años por San Gonzalo. Allí, en aquell rincón callado y hondo de Triana, resuelto en casas bajas y en patinillos revestidos de fiesta, los ahijados que cada tarde de Lunes Santo tiñen de blanco las arterias de toda una ciudad aguardaban la llegada de la Virgen con el nervio desbocado y el corazón en la garganta. El reloj marcaba una hora que nadie conocía; solo estaban Jesús del Soberano Poder y la Virgen de la Salud, definitivos e infinitos, en el dintel de la parroquia, que era un diente de azahar en silencio regalando sus más preciados frutos. El delirio contenido estalló y la Estrella, que en los ojos callaba que no quería marcharse, se arropó de nuevo de naranjos y marcó rumbo a casa.
Cuando se cerraron las puertas de la capilla quedó impreso en el aire una instantánea impresión de vacío. Había salido la Estrella para conmemorar su coronación pero, muy especialmente, para apoyarnos en ella en busca de consuelo y refugio como cristianos y personas de fe ante la devastación, la tragedia del pueblo valenciano en sus días más difíciles. Ese quizás fue nuestro último deseo: gloria y eternidad para ellos. Volviendo a casa, cruzando el puente, esa una vieja sensación amiga que la pasada primavera nos arrebató. Volverá a ser Domingo de Ramos.
Y todo ello en el marco de un Día de los Fieles Difuntos absolutamente extraordinario en materia cofradiera por las instantáneas inéditas que nos ofreció, prácticamente desde que se abrió la aurora. Poco antes de las siete de la mañana crujía la rampa del Salvador, por primera vez en este año y por cuyas tablas solo corría el agua la pasada primavera, ni cera ni alpargatas. La Virgen del Socorro protagonizó un solemne traslado a la Catedral para participar en la exposición Sedes Hispalensis, Fons Pietatis, y su presencia se justifica sobradamente: la exportación al mundo del paso de palio como elemento vertebrador de la piedad popular sevillana. Hizo lo propio y por el mismo motivo el Asilo y Protector de la ciudad, el Cristo de San Agustín, que volvió a traspasar la invisible muralla para alcanzar, siglos después, el templo mayor hispalense. Una estampa de otro tiempo que se repetirá, Dios mediante, el 21 de diciembre. También ha resultado significada la visita de monseñor Baltazar Enrique Porras, cardenal de Caracas, a la Pastora de Santa Marina. El prelado ha visitado Sevilla para participar en el XXV aniversario de la coronación de la Estrella, en cuyo triduo preparatorio participó siendo arzobispo de Mérida. Una frenética jornada pletórica de procesiones y de reencuentros.
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