DERBI Betis y Sevilla ya velan armas para el derbi

calle rioja

Ponen una de romanos en el Santa Catalina

  • Sensaciones. Se oye todo en la ciudad del silencio, que ha cerrado por vacaciones y ha mandado sus huestes a playas y montañas

Entrada al Palacio de San Telmo, ayer, sin peatones ni vehículos.

Entrada al Palacio de San Telmo, ayer, sin peatones ni vehículos. / Juan Carlos Muñoz

Las calles son en Sevilla las arterias que riegan su pulso vital. Hay calles-Estado como Feria, calles-patio como Parras o calles-campana como San Vicente. Ya no es noticia verlas sin gente, porque así se quedaron con el estado de Alarma promulgado para combatir los estragos de la pandemia. Pero estas calles sin gente son diferentes. Obedecen a otra motivación. No es por decreto, sino por inercia. Es algo consuetudinario, que diría Juan de Mairena.

En el bar Rodríguez, en la plaza de San Antonio de Padua, siempre hay una pizarra con un cómputo de días. Como la cronología no se correspondía con ninguna fiesta de la ciudad, el descuento para la Semana Santa que se hace en otros establecimientos, le pregunté a Pedro, uno de los camareros. "Es que soy agóstico", me respondió. Creyente del mes de agosto, el de sus vacaciones. Llevaba escrupulosamente la cuenta de los días que faltaban para el comienzo del mes.

Los sevillanos se han evaporado. Y los que se quedan se agarran a alicientes como la iluminación de la torre de don Fadrique con la Cantigas de Alfonso X el Sabio o la recreación del viaje de Magallanes en el Palacio de los Marqueses de la Algaba.

El agosto sevillano es un columpio en el que se dan la mano la temporada alta de las playas con la temporada baja del turismo en la ciudad. Calles desiertas, veladores llenos. Los que abren, porque históricos como El Rinconcillo (historia auténtica: desde 1670, todavía vivían Murillo o Calderón de la Barca) o El Tremendo cierran estos días. James Joyce podría escribir un Ulises sevillano con las conversaciones de la gente. Se escuchan todas. No hay interferencias del tráfico ni ajetreo del gentío. Se oyen las voces como en los partidos de fútbol sin público de la pospandemia.

En la calle Antonio Susillo hay dos grupos bien diferentes: uno de turistas extranjeros que consultan un plano de la ciudad. Qué envidia no tener sus ojos para ver todo nuevo bajo el sol. El otro es menos poético, ajenos al síndrome de Stendhal, que abrió sucursal en Sevilla: una cuadrilla de albañiles pica las paredes de una casa sin puertas. La ciudad no tiene gente, pero está llena de obras. En Faustino Álvarez se oye el ruido de un patinete por la acera. Se escuchan hasta los jadeos de Totó, perro con nombre de actor italiano que espera a que su dueño termine de hacer la compra en la frutería Las Cestas, de Isa y Antonio. Sus demandas, y hasta sus gustos culinarios, se escuchan en toda la calle, desde Bécquer a Relator. Podría hacer una tesis doctoral sobre el tomate. "Dame dos tomates para sofrito; kilo y medio de tomates para gazpacho y unos cuantos tomates sherry para ensalada, no te preocupes de la cantidad porque los que sobren los echo a la pasta".

La Biografía del Silencio de Pablo D'Ors debería tener un capítulo sobre el silencio de las ciudades. Cierran la puerta y las ventanas, cierran la boca. Los anfitriones de los turistas se dedican estos días al turismo para huir de las altas temperaturas y de la baja monotonía. La familia de Josep Pla, cuenta en su 'Cuaderno Gris', era llegar el mes de agosto y se marchaban a una playa de Calella. La prosa de los aires acondicionados se ha hecho poesía: el decreto del Gobierno no se aclara entre la generación del 27, consagrada con ese número en invierno, o la del 25. Los termómetros son tan dañinos a la reputación de una ciudad como los espejos a nuestra autoestima. El frío de Oscar Wilde es el calor de Dorian Gray. Ya llegará el otoño. Y el invierno con Mundial, ese contradiós por Alá.

La gente huye porque no hay cines de verano, porque no hay piscinas salvo en algunos distritos, porque no hay fuentes suficientes ni un puñetero árbol en la Avenida de la Constitución. Eso tenía que ser anticonstitucional. El turismo se queda en Mateos Gago, a los pies de la Giralda, pero le cuesta entrar en el barrio de Santa Cruz sorteando sus callejas misteriosas y sus insuperables leyendas. Como la de la proximidad de las calles Vida y Muerte (hoy Susona). El Alcázar está cerrado por el Patio Banderas. Un palimpsesto de la historia de la ciudad, de Al-Andalus y de Europa entera.

Galería de ruidos: el cierre de las persianas, los frenos de los autobuses de Tussam, las conversaciones por el móvil, el trino de los pájaros, la radio del vecino, la chicharra de un aire acondicionado. Los niños tiran del resto, con los colegios volverá la bendita rutina, el quinto levanta de padres y abuelos. Y en cinco días vuelve la Liga. El almanaque de los saques de banda. El verano pasa despacio. Julio y Agosto son los dos únicos meses del calendario con 31 días de forma consecutiva. Meses imperiales, tributos a Julio César y su sobrino-nieto Augusto, con el que se inicia el imperio. Ponen una de romanos en el Santa Catalina. Soñar es gratis.

Por la Alameda pasa un señor con el torso desnudo. Bañador rojo, sombrero de ala ancha. Hijo de su tiempo. Del tiempo que hace, días asfixiantes, noches tórridas. El Sur siempre pierde el Norte. Una alberca, una laguna, aunque fuera un fiordo de María Trifulca. Hay una cofradía de sevillanos que todos los días de verano salen en el Silencio. No se hable más.

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