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La Noria

Tempus fugit: Sevilla, año 2009

EL año nuevo no trae buenas noticias. Ni siquiera permite hacer el ejercicio, con frecuencia estéril, pero humano al fin y al cabo, de soñar, siquiera por un momento, con una vida tranquila. El sentido del progreso, esa ficción mental compartida que consiste en creer que el mundo moderno siempre va a ir a mejor, es la primera víctima de casi todas las crisis económicas, que suelen ser el germen de otras dolencias sociales: crisis de pensamiento, filosóficas, psicológicas. Incluso generan cataclismos espirituales. Hasta guerras han llegado a provocar a la largo de la historia reciente las depresiones económicas, ese momento extraño en que parece que el tiempo se queda quieto de repente y el suelo sobre el que a diario pisamos se hunde.

Son tiempos raros. De arena. Una suerte de inmenso paréntesis en el acontecer de muchos (aquellos que pierden el empleo; o a los que se les hunde la empresa por la que luchaban) pero en el que, paradójicamente, no dejan de pasar cosas, aunque todas en el mismo sentido. A peor. Los analistas repiten desde hace meses que el factor clave para explicar lo que ocurre en el mundo es el concepto de confianza. El pilar de todo el sistema. Uno, disidente por carácter, lo ve de forma distinta: más que de confianza, habría que hablar de resignación. El mundo no avanza porque padezcamos la enfermedad del optimismo, sino por lo contrario. Estamos tan desesperados, somos tan frágiles antes las tormentas de la vida (la ruina, la muerte), que nos limitamos a remar en nuestra propia barca a falta de cosa mejor que hacer. A veces tenemos suerte y llegamos a puerto. Triunfamos. Otras nos hundimos gritando.

En Sevilla 2009 las cosas no pintan nada bien. Pese al espejismo de estos días de rebajas adelantadas (hasta de esto se quejan algunos comerciantes; decididamente éste es un gremio lleno de optimismo y confianza), con las calles inundadas de gente, bolsas por doquier y colas hasta en los estancos (fumar mata, pero una de las opciones de la libertad condicional en la que vivimos acaso sea elegir nuestra propia defunción), todos los indicadores económicos dibujan un panorama complicado para el año recién estrenado, víspera en el calendario del comienzo de la segunda década del siglo XXI. Un momento en la historia. El nuestro. Sencillamente porque no tenemos otro.

Uno no elige el tiempo que le toca vivir. Ni tampoco dónde. Tampoco, en los primeros años, a aquellos con quiénes va a cohabitar. Con el tiempo se tiende a pensar que la capacidad de elección personal crece justamente por ese sentido del progreso que muchos dicen compartir. No siempre pasa. Con frecuencia ocurre justo lo contrario: la suma de renuncias, desencantos y aceptaciones, a veces casi hasta la humillación, que implica la existencia reducen la libertad aún más. Hasta mínimos vitales. Todo contribuye, en teoría, a que la gente pueda elegir cómo debe vivir, pero es ilusión fútil: no hay elección posible si no existen alternativas o si éstas, objetivamente, son peores a los maderos que flotan en mitad de la tempestad. A los que estamos agarrados. Toda crisis es como una tormenta. Uno siempre se moja.

El mes de enero ha empezado en Sevilla, curiosamente, con lluvia. Los pantanos apenas sí lo han notado. Quizás porque el aguacero no es tanto hídrico, sino económico. Y se repite al igual que ocurrió en 1993, cuando el repentino cambio de ciclo nos sumió en una caída económica, corta pero profunda, y el tejido productivo de la ciudad, de esa Gran Sevilla sobre la que Cervantes escribió un magnífico soneto con estrambote, incurrió en lo que pudiéramos llamar el síndrome del replicante. A saber: repetir la tendencia del devenir económico nacional pero con mayor énfasis. Por algo somos superlativos: cuando las cosas van bien, pregonamos que estamos mejor que los demás. Cuando nos van mal, nos suelen ir peor. Tardamos más en levantar la cabeza.

"Todo está parado"

Siendo esto así, como parece (y las cosas empiezan siendo justo lo que parecen), la parálisis en la que estamos sumidos desde hace meses, y que proseguirá durante 2009, no induce a la esperanza. La creación de empresas ha caído un 30%. El paro subió un 40% desde 2007. Pasamos ya del 15%. Vamos camino del 20% de desempleo. Las regulaciones de plantilla anuncian un horizonte sombrío. Los bancos han cortado el grifo. La gente ha dejado de consumir. "Están quietos", dicen los expertos. "No se mueve nada", lloran los comerciales. El tiempo, que tanto progreso prometía, parece haberse detenido. Aunque, sin embargo, en ningún momento dejan de suceder cosas: la morosidad sube, las letras dejan de pagarse y todo el mundo espera. Ni los funcionarios están del todo a cubierto: las administraciones públicas, que se nutren esencialmente de los ciudadanos, pueden llegar a tener problemas de liquidez, en especial dado el abuso histórico que los partidos han hecho de ellas. Los latinos solían decir que el tiempo vuela (tempus fugit). Las hojas del nuevo calendario anual caen, pero todo sigue igual. La Gran Sevilla (el soneto de Cervantes era una inteligente burla, aunque algunos todavía no se han enterado y siguen adoptando dicha expresión como sinónimo de grandeza; algo falso) vivirá durante el nuevo año en mitad de un agujero negro. Feliz 2009.

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