Del callejón de la Inquisición al de las Moradas
calle rioja
Hoy empieza en la iglesia de San José (las Teresas) el triduo a Santa Teresa de Jesús en uno de los quince conventos que la mística de Ávila fundó en España
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No hay una mesa libre en el bar Las Teresas, que da su nombre a un nuevo local en esta concurrida esquina del barrio de Santa Cruz. La casa de los Plácidos abrió en 1870, el año que muere Bécquer. Un siglo después, en 1970, el Papa Pablo VI nombra a Santa Teresa de Jesús doctora de la Iglesia. Hoy comienza en Las Teresas, no el bar, sino en la iglesia del convento de San José del Carmen el Triduo a Santa Teresa de Jesús y el Jubileo de las 40 horas. Tres días seguidos con Eucaristía a las siete de la tarde que empiezan en el día que se le asignó en el santoral a la mística abulense.
El de Sevilla es uno de los quince conventos de su ingente labor fundadora. Data de 1576, seis años antes de morir, aunque la comunidad se trasladó a su actual emplazamiento en 1586, mudanza presidida por san Juan de la Cruz cuatro años después de la muerte de su incansable socia en la causa carmelita. Castellanos del Sur.
Junto a la iglesia está el Callejón de las Moradas, guiño a un libro que terminó en Sevilla y es la aventura más alucinante jamás imaginada. Del año de la fundación del convento es el único retrato que se hizo de la santa en Sevilla, con la firma de Fray Juan de la Miseria. Estas calles en zigzag de un barrio tomado literalmente por los turistas, torre de Babel a dos pasos de la Giralda, son los dominios de dos creadores imprescindibles, una en la literatura, Santa Teresa de Jesús, el otro en la pintura, Bartolomé Esteban Murillo.
La casa del pintor era el punto de encuentro del profesorado de los cursos de la Universidad Menéndez Pelayo cuando la dirigía Santiago Roldán con la ayuda de su embajador en Sevilla Perico Romero de Solís. La cima de esos cursos, que nada tenían que envidiarle a los de la Universidad matriz del palacio de la Magdalena de Santander, fue el seminario de Literatura Fantástica de septiembre de 1984 en el que participaron Borges, Italo Calvino, Gonzalo Torrente Ballester, Carlos García Gual, Luis Alberto de Cuenca y Antonio Rodríguez Almodóvar. De aquel esplendor cultural una década antes de la Expo hay constancia en los recortes periodísticos del bar Las Teresas, a dos pasos de la iglesia donde tendrá lugar el Triduo y el Jubileo de las 40 horas.
Ángeles y dragones comparten herrería en donde se supone que estuvieron los restos de Murillo. En la misma plaza donde desde 1966 está el tablao Los Gallos, que Buñuel inmortalizó en Ese oscuro objeto del deseo, y la casa en la que vivió y murió Francisco Morales Padrón, el americanista canario que pronunció el pregón de la Semana Santa de Sevilla. Estudioso de un continente al que sí viajaron los hermanos de santa Teresa de Jesús.
Dicen que no congenió con Sevilla, “aquí con no pecar basta”, que no llevó bien el calor. Le hubiera bastado un viaje en el tiempo para haber penetrado mejor en las claves de la ciudad. A Teresa de Cepeda y Ahumada (1515-1582) y a Bartolomé Esteban Murillo (1618-1682) les separa un siglo de vida. La línea de tiempo que va del siglo XVI al XVII. Teresa nace en Ávila cuatro años antes de que salgan las cinco naves que al mando de Magallanes van buscando la ruta de las Especias. Murillo nace dos años después de la muerte de Cervantes. Esa España se escribe a golpe de gigante con hazañas por tierra, mar y aire, que a falta de leonardescos ingenios voladores es el cielo que imaginaron las carmelitas descalzas.
Teresa y Murillo son vecinos del barrio de Santa Cruz y con ese siglo de diferencia que va del Renacimiento al Barroco, del Orto al Ocaso que diría Domínguez Ortiz, también son vecinos del calendario ya que comparten los centenarios de sus respectivas muertes. La santa en Alba de Tormes (Salamanca), el pintor en Sevilla tras una inoportuna caída de un andamio en Cádiz. En 1982, el año que cambian las manecillas de la política española y organizamos el Mundial de Fútbol del empate contra Honduras, coincidieron el cuarto centenario de la muerte de Teresa de Jesús y el tercer centenario del de Murillo. El de la mística fue uno de los motivos que llevó a Juan Pablo II en su primera visita a España a incluir Alba de Tormes en su itinerario, que más tarde le trajo a Sevilla para beatificar a Ángela de la Cruz. El del pintor dio lugar a una magna exposición que organizó el Ministerio de Cultura cuando estaba al frente del departamento Soledad Becerril.
En este túnel del tiempo, es tentador pensar que si hubieran sido coetáneos, la santa de Ávila no abandona tan pronto la Sevilla de Murillo. Le hubiera deslumbrado esa capacidad de extraer ternura y hasta sonrisas en unos niños machacados por el infortunio, por la orfandad, por la peste. Muchos niños de Gaza están en los cuadros de Murillo. Y no digamos en la cartografía mística de Teresa de Jesús.
Los turistas juegan al escondite en la calle Mateos Gago con la Giralda. Hora punta en la bodega y el bar adyacente de Álvaro Peregil, cónsul de Manzanilla en Sevilla. Sigue abierto el histórico San Marco junto al colegio San Isidoro. Un local de flamenco para turistas en la casa donde vivió Silverio Franconetti como se recuerda en una placa que acaban de colocar.
La vida en el barrio de Santa Cruz, el que vio nacer a Blanco White y pernoctar a Washington Irving, es puro teatro. Por eso tiene una calle Lope de Rueda, que hasta 1840 se llamó calle de Barrabás. Las cosas de Sevilla. La calle Vida junto a la calle Muerte; y Barrabás, el forajido liberado por Pilatos y al que dio vida en el cine Anthony Queen, con una calle a dos pasos de la Escuela de Cristo.
Tres días para recordar a la mujer que bendijo las oraciones subordinadas, que recorrió trochas y caminos, que como san Juan de la Cruz estuvo en el punto de mira del Santo Oficio. “La tradición literaria desaconsejaba hablar de uno mismo, ni en bien ni en mal”, escribe Javier Marías en el texto Éxito y fracaso de Santa Teresa (Breve biblioteca de autores españoles de Francisco Rico). Su legado preside el Callejón de Las Moradas, pero los maestros de la ortodoxia la querían en el callejón de la Inquisición.
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