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Calle rioja

Un dentista en los Alpes

DAVID Gallego es un dentista que a pesar de su juventud preside la Sociedad Española de Cirugía Oral. El otro día hacía tiempo en su consulta de la torre de los Remedios leyendo una entrevista que le hacían en una revista especializada. Una conversación más bien aséptica, centrada en aspectos muy técnicos de su trabajo, de cuya pericia tengo constancia desde hace una década. Creo recordar que la primera vez que se adentró en mi bosque dentario fue la víspera de la final de Copa del Rey que disputaron Betis y Osasuna, los dos equipos que diez años después han vuelto a enfrentarse en partido de Segunda División.

Me leí la entrevista entera con David por simple disciplina lectora. Al final venía un apartado más personal. Alguna vez me ha contado que es muy aficionado al ciclismo y a las prácticas senderistas. Es cordobés de Belmez, el pueblo donde nació mi abuelo Andrés. En ese recuadro le preguntaban por su lugar ideal para viajar y decía los Alpes. El tono profesional y profesoral de la entrevista daba paso con esa simple respuesta a una conexión con el más terrible escenario de la actualidad.

Hablamos de los Alpes, por supuesto. Una zona por la que sigue sintiendo una predilección como viajero. Me contó David que estaba en esa zona precisamente el 20 de agosto de 2008, cuando se produjo el mortal accidente del Spanair que no llegó a despegar del aeropuerto de Barajas. Y que hace muy pocos días sobrevoló las montañas del siniestro del avión alemán porque con motivo de su participación en un congreso en Turín tuvo que coger nada menos que cinco aviones.

El miedo a volar forma parte de los temores atávicos igual que el miedo al dentista. A los amigos que ejercen esta profesión, que tengo unos cuantos, les he contado alguna vez que ambas fobias se unen en un bellísimo poema de Juan Sierra titulado Bombardeo de poblaciones abiertas. El avión del que era copiloto el asesino múltiple Andreas Lubitz nos ha devuelto, paradójicamente, la confianza en las personas y en las máquinas. Las primeras se han volcado en las tareas de recuperación de los restos biológicos y de fuselaje en las montañas alpinas, esa cordillera con la que nos familiarizamos cada mes de julio en las retransmisiones del Tour de Francia. En cuanto a las máquinas, ver volar a un avión por el aire es uno de los mayores milagros de la ciencia, palabras que parecen incompatibles.

Depositamos por delegación nuestra confianza en quienes fabrican los aviones y en quienes los conducen. Y de esa forma vencemos todos los miedos. Como los vencieron los miles de pasajeros que utilizaron los más de doscientos aparatos que en sólo dos días aterrizaron en el aeropuerto de San Pablo para disfrutar de la Semana Santa.

En las radiografías de nuestras piezas dentarias, éstas aparecen como sistemas montañosos. José María Llamas, prestigioso ortodoncista, ha hecho algún estudio sobre paralelismos entre arquitectura y piezas dentales. Vladimir Nabokov le dedica hermosas palabras a la dentadura postiza en su novela Pnin. A priori, un vuelo Barcelona-Dusseldörf, paradigma de Occidente, sonaba tan aséptico como una revista de ortodoncia. Pero nunca olvidaremos este 24 de marzo que eclipsó todas las cábalas poselectorales. Uno quiere creer que los dos bebés que formaban parte del pasaje, sin dientes todavía, iban dormiditos. Principitos del aire como el personaje creado por aquel piloto llamado Antoine de Saint-Exupery.

En mi primer viaje en avión, Madrid-Sevilla recién acabada la mili, vencí el miedo leyendo las últimas páginas de Paradiso de Lezama Lima. Mi abuelo, el paisano del dentista, nunca subió a un avión, aunque vivía muy cerca del aeródromo de Almagro.

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