Calle Rioja

Un día en los juzgados

  • Cita literaria. Muchos abogados y procuradores se mueven en moto para hacer frente a la dispersión de edificios judiciales. O llegan en el tranvía hasta el Prado de San Sebastián.

TENÍA cita en el juzgado de instrucción número 18. Uno de los veinte con que cuenta la Audiencia Provincial de Sevilla. Tranquilos. Era una cita literaria, aunque no conozco mejor literatura judicial que la del juez que el peruano Alfredo Bryce Echenique describe en su novela El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz. Tuve que pasar por el control de la puerta. Llegó un momento en que parecía estar al frente de un puesto en el mercadillo del Charco de la Pava: el móvil, las gafas, la gorra de Kangoo, la cartera, las llaves, el cinturón y hasta un ejemplar de El mejor humor inglés con el separapáginas colocado en el extracto de ¡Noticia bomba! de Evelyn Waugh. Llevaba también un CD que deposité en la bandeja. Por fin el aparato dejó de sonar.

En la escalera de los juzgados me crucé con Miguel Bermudo Borrego, segundo hermano mayor del Carmen Doloroso. En los pasillos de la tercera planta, saludé a José Manuel Rodríguez Núñez, primer hermano mayor del Carmen Doloroso. En el despacho del juzgado de instrucción número 18 estaba citado con Antonio Saldaña, el actual hermano mayor de la cofradía que desde 2007 sale en Miércoles Santo desde Ómnium Sanctórum. Los tres son funcionarios de Justicia.

Saldaña comparte despacho con tres personas más. Un juzgado de instrucción es una puerta por la que entra la vida a espuertas y sin protocolos, con asuntos casi siempre nada agradables. Palabras como vorágine o frenesí se quedan cortas. "¿Tiene algo más que añadir al atestado?", dice un funcionario a un policía que ha recibido una citación judicial. Bajo con el hermano mayor a tomar café. Saluda a una abogada que se ha confundido de juzgado. Me cuenta que muchos abogados y procuradores se mueven en moto por la dispersión de edificios judiciales, "cosa que no ocurre en ninguna otra ciudad de las dimensiones de Sevilla". Menos mal que tienen el tranvía.

En la cafetería no hay una sola mesa libre. La Ciudad de la Justicia es una metáfora de esta urbe de pleitos, demandas, recursos, embargos, dispensas. Las palabras más feas del diccionario, casi todas encuentran su acomodo en esta literatura subterránea de los juzgados. Los soportales son un ir y venir de personal: las togas de los letrados, el desaliño de algún detenido, el grupo mixto de apoyo familiar. En la barra del bar está el hermano mayor de los Estudiantes, que es secretario judicial. El del Carmen Doloroso ve desde su despacho la antigua Fábrica de Tabacos donde hizo un año de Bellas Artes. Aprendizaje suficiente para bregar en sus menesteres cofrades con la legión de imagineros, bordadoras, doradores o músicos. La Semana Santa de Sevilla es la explosión de las bellas artes, la comprobación empírica de un pensamiento casi helenístico: arte y belleza son sinónimos.

Los jueces, sin embargo, representan una ética del feísmo. Meten su intuición, sus preguntas en terrenos movedizos. El remilgo no está hecho para esta gente. Yo no entraba en un juzgado desde la noche del 27 de mayo de 2007, cuando fui con Fernando, librero de la calle Jesús de la Vera-Cruz, los dos con el escrutinio de las urnas del colegio electoral en el que nos tocó ejercer de presidentes de mesa en las últimas municipales. En la planta baja, junto a la estafeta de Correos, hay una cola abigarrada de gente. Son los que están en apud acta, expresión latina relativa a la obligación que tienen de presentarse dos veces al mes en el juzgado correspondiente las personas que están en libertad condicional. "Técnicamente, es lo que se llama otorgamiento de representación", me dirá más tarde Enrique Henares, un abogado laboralista que dio el pregón de Semana Santa en el año que más creció el paro.

El juzgado 18 abre su ventanilla de apud acta los días 9 y 23 de cada mes. Al frente del mismo está un juez originario de Guadalajara, paisano del arzobispo Juan José Asenjo y de los nuevos socios de Cajasol. En Sevilla capital el número de jueces supera el centenar. Sólo ellos pueden contrarrestar últimamente en popularidad un taconazo de Guti o una vaselina de Negredo. El lunes es mal día para competir en estrellato con los futbolistas. Entre los juzgados y la estación de autobuses del Prado hay un aparcamiento de bicicletas. Por este andén pasa hablando por el móvil Pilar González, la última esperanza blanca del andalucismo para reconquistar el Ayuntamiento.

Los juzgados, como la Feria de Abril, se preparan para marcharse del Prado de San Sebastián a la Ciudad de la Justicia, que suena a una megápolis de San Agustín o a película de Charles Bronson, depende del contexto. Para ese traslado los jueces no tienen al Juan Fernández Rodríguez García del Busto de turno, el alcalde que se llevó el real irreal a Los Remedios. Un día en los juzgados. Es la película que les quedó por hacer a los hermanos Marx. Tienen un boceto de guión en la doble entrega de historias que trenzaron los colegas Jorge Muñoz y Javier Ronda. Es un mundo con submundo. Faltan las pelucas y el humor inglés, que se quedó en la bandeja del escáner.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios