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El hermano verde de la Expo

  • Parque del Alamillo. Esta zona verde del noroeste de la ciudad es uno de los 'pabellones' más visitados del certamen de 1992

Dos turistas observan el puente del Alamillo.

Dos turistas observan el puente del Alamillo. / Belén Vargas

Veinticinco años después de su inauguración, uno de los pabellones de la Exposición Universal de 1992 que se conserva en un mejor estado de revista es el parque del Alamillo. Ayer mismo era un vergel. Han vuelto hasta los conejos, o liebres, que lo sabrá discernir Adolfo Fernández Palomares, el ingeniero que fue su primer director, ahora gendarme urbano de los ruidos y olores. Mañanita de niebla, tarde de paseo. Se cumplió el adagio al pie de la letra. Si la dársena del Guadalquivir fuera una plaza de toros, por Córdoba estaría el tendido sol y por Sanlúcar el tendido niebla. Se veía perfectamente el puente del Alamillo, pero la niebla tapaba por completo la visión de la torre Sevilla diseñada por el argentino con despacho en Chicago César Pelli.

Sol por la patria taurina de Manolete y Finito; niebla por la de Paco Ojeda y Rafael de Paula, centauros del 92. Son permanentes las labores de poda en el Alamillo; unos operarios con atuendo de astronautas limpiaban a conciencia la maleza junto a uno de los parques infantiles. Bajo el puente que diseñó Santiago Calatrava, entrenaban los alumnos de un curso de formación del Centro de Alto Rendimiento, uno de los argumentos que presentó Sevilla en su doble y fallido intento de aspirar a ser una sede de los Juegos Olímpicos, como lo fue la Barcelona de Maragall el mismo año de la Expo. Se llevaron los Juegos y la Copa de Europa en Wembley. Algo sólo comparable al año 1977, cuando la ciudad de Sevilla conquistó la Copa del Rey (la primera edición, para el Betis) y el Nobel de Literatura (Vicente Aleixandre, nacido en el palacio de Yanduri) justo en las bodas de oro de la generación del 27 que aglutinó el torero Ignacio Sánchez Mejías. El 27 de abril de ese 1977 regresaba del exilio Rafael Alberti.

El Alamillo es una rareza impresionista en las Sevillas de Pellón y de Aníbal González. Un espacio virgiliano que han disfrutado los hijos y nietos de quienes estrenaron la televisión con El Virginiano. Es un auditorio de la naturaleza con una sinfonía de trinos. Correr por el Alamillo es un lujo keniata, unos juegos olímpicos del alma en lo que con la llegada del buen tiempo se transforma en merendero, en parnaso con muchas más estrellas que un resort.

Por la ribera de la dársena, la gente pasea, corre, pesca o saca al perro. Entrenan los ocho con timonel y se oyen por megafonía las órdenes del speaker de las aguas, que normalmente se mueve en bicicleta. La tarde espléndida que después se adueñó del entorno de la Catedral, que llevó las colas de turistas al Alcázar, se estaba mascando con esta mañana de niebla en la que el rascacielos era un fantasma con vistas a los libros de Edgar Allan Poe.

El Alamillo es el hermano verde de la Expo 92. El nuevo pulmón que ganó Sevilla antes de que a la ciudad le entrara la pulmonía de la crisis pos-Expo. Un ensayo de las que vendrían después, pero con banderas de todos los países y platos regionales. Al fondo se divisa el estadio de la Cartuja que diseñaron Cruz y Ortiz por el que pasaron Madonna y Bruce Springsteen. Sevilla se quedó sin Juegos pero el homo ludens tiene su citius, altius, fortius en estas verdes praderas de un nuevo Garci. El sol, como en la canción de Lole y Manuel, le va ganando la batalla a la niebla en esa paleta de colores que va de Córdoba a Sanlúcar, el río que se inventó un océano, el océano que certificó una Exposición Universal que ahora cumple sus bodas de plata, capicúa del 29 pero sin Costurero de la Reina.

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