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Sevilla

Tras el parapeto de la seducción

  • Alfonso Guerra y Juan José Asenjo tuvieron por delante a dos profesionales del carisma: Felipe González y Carlos Amigo

  • Ninguno ganaría el concurso de Míster Simpatía

Monseñor Asenjo, en una entrevista con 'Diario de Sevilla'.

Monseñor Asenjo, en una entrevista con 'Diario de Sevilla'. / Juan Carlos Vázquez (Sevilla)

Que el grupo de concejales de Adelante Andalucía en el Ayuntamiento de Sevilla recele de las distinciones que la corporación municipal va a entregar a Alfonso Guerra y Juan José Asenjo Pelegrina es un ejercicio de coherencia. No por lo disparatada e injusta que me parece esa reserva, sino por incluirlos a los dos en su particular moción de censura.

No sé si se conocen personalmente, pero ambos comparten una serie de rasgos que desde supuestos muy diferentes los convierten en afines. Los dos se ganaron un lugar en el reconocimiento de la gente contra corriente. Nunca hablaron, pensaron o escribieron para ganarse el fácil halago o la borreguil adhesión, antes prefirieron el espinoso camino de las verdades sin medias tintas. Los dos quedarían los últimos en un concurso de Míster Simpatía.

Nunca buscaron el aplauso fácil, los honores vacuos o esos vítores hipócritas que a veces envuelven el desdén o la indiferencia. Un cura amigo, fino lector, que fue primero obrero y después cura para librarse de esa empanada ideológica y teológica de los curas obreros, empezó su homilía el otro día hablando de La vil seducción, una comedia escrita por Juan José Alonso Millán que se estrenó en el teatro en 1967 con dirección y papel protagonista de Fernando Fernán-Gómez, con Analía Gadé compartiendo el reparto. La misma pareja que protagonizó la versión cinematográfica que dirigió José María Forqué.

Alfonso Guerra. Alfonso Guerra.

Alfonso Guerra. / JULIO GONZáLEZ

La vil seducción es una trama de equívocos religiosos. Hay muchos tipos de seducción. En 1982 Sevilla se llenó de seductores: ese año ganó las elecciones por goleada el abogado laboralista Felipe González Márquez y llegó desde la diócesis de Tánger un nuevo obispo, Carlos Amigo Vallejo. A Felipe le votaron incluso las gentes de derechas, de otra forma no se explican los 202 diputados; y el sustituto de Bueno Monreal en la diócesis de Sevilla se ganó el apoyo de muchos que no habían pisado una iglesia desde su primera comunión. Guerra fue el vicepresidente del Gobierno en la operación dos por uno que llevó a los socialistas a la Moncloa. Felipe era el encantador de serpientes y Alfonso soltaba culebras por la boca en unos mítines que nadie ha llegado a superar en puesta en escena, retórica sin papeles y argumentos demoledores. Juan José Asenjo Pelegrina, castellano de Sigüenza, plaza alcarreña con obispo y catedral, llegó a la plaza más difícil, algo parecido a sustituir a Zidane en el banquillo del Madrid. Asenjo es un obispo de interiores, como Guerra en la política, no buscó nunca titulares, aunque muchos lo veían como el eterno suplente. La sombra de su predecesor era tan alargada como la del ciprés de Delibes. Felipe y Amigo encarnaron una etapa de excelentes relaciones entre la Iglesia y el socialismo gobernante, que en Andalucía parecía más eterno que la promesa de los Evangelios. Una buena química que se cristalizó en la operación del Palacio de San Telmo, antiguo seminario metropolitano convertido en nueva sede de la presidencia de la Junta de Andalucía.

Con el epílogo de la maldición de los Montpensier, parafraseando la novela de Paco Robles, que terminó con la nueva desamortización de Mendizábal que sacó a Susana Díaz de la compañía de los doce hombres con piedad esculpidos por Antonio Susillo. Guerra y Asenjo son cultos y aficionados a la música clásica. El primero me confesó en la Fundación Pablo Iglesias que si podría reconocer un pecado sería el de su adicción al chocolate. Si hubiera pecados laicos, el de Asenjo sería el de ser seguidor incondicional del Atlético de Madrid, una de las pocas cosas que le unen con su predecesor además de las virtudes teologales y el dogma de la Inmaculada Concepción, que, como Silvio cantaba, antes que Roma Sevilla proclamó. Guerra se declaró en una entrevista con Julia Otero bético "como todos los sevillanos a los que no les gusta el fútbol", que es una declaración platónica como la de Buñuel considerándose ateo "por la gracia de Dios".

Dos credos balompédicos, el de Asenjo y el de Guerra, que se unieron el 25 de junio de 1977 cuando el Betis ganó la primera Copa del Rey en el Vicente Calderón. El Rey actual tenía nueve años, Felipe había dejado de ser Isidoro unos meses atrás y en la Iglesia española mandaba el cardenal Tarancón. No había llegado ni Wojtyla al Vaticano. Guerra despierta ahora tantos recelos como Asenjo entre la izquierda instalada en el poder. Al que iba de oyente quieren que ahora vaya de mudo, pero a él nunca le gustó la metáfora de los monos de Gibraltar. Alfonso Guerra, que fue vicepresidente de la conferencia episcopal del socialismo (el PSOE lo fundó un Iglesias), presentó en su momento el Ulises de Joyce en edición de García Tortosa y siempre ha defendido la españolidad del Peñón por la sencilla razón de que Molly Bloom era una gibraltareña. Asenjo y Guerra, entre Visconti y Simeone, con el legado común de Antonio Machado (cuenta Paul Preston que al poeta de Dueñas estuvieron a punto de matarlo porque lo tomaron por un sacerdote), unidos ahora por la estela de San Fernando, la espada de Espadas.

Dos antipáticos muy empáticos que pertenecen a organizaciones que salieron de las catacumbas. En curiosa permuta entre nuevos hijos de Sevilla, el político socialista, el más longevo de los diputados del Congreso, tiene apellido de obispo de Cuenca y el titular de la diócesis hispalense de veterano diputado socialista. Por fin coinciden en el podio del reconocimiento dos secundarios que nunca fueron segundones. Con Alfonso hemos topado, querido Sancho. Y con la Iglesia. 

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