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En la muerte de Juan Robles

El forjador de un imperio

Juan Robles en una entrevista con 'Diario de Sevilla'.

Juan Robles en una entrevista con 'Diario de Sevilla'. / Ruesga Bono

La última vez lo vi sentado en una de las mesas que dan a la ventana de las comandas de Robles Laredo, ese abrazo norte-sur que propició Juan Robles (1935-2021). Me habló del trabajo que tendrían ahora los psiquiatras. Yo había cruzado la calle Sierpes para ver ese sinsentido primaveral de la plaza de San Francisco sin palcos. Eso sí que es miedo escénico. Lo difícil va a ser ahora asomarse y ver una plaza de San Francisco sin Juan Robles. Los dos veíamos al fondo la Giralda, de la que ha quedado pendiente por la pandemia la chapa y pintura del lateral que da a la calle Alemanes, de la que salen tres calles, Hernando Colón, Álvarez Quintero y Placentines donde hay tres consulados gastronómicos de este gigante de la gastronomía y el empleo. Él también vino desde su humilde pueblo de la provincia de Huelva para levantar una Giralda horizontal que se extiende hasta el Aljarafe.

De la nada hizo un imperio, pero el suyo no tiene nada que ver con la imperiofobia del libro de María Elvira Roca Barea. El imperio como metáfora, como resultado de muchísimos años de sacrificio, de bonhomía. Juan Robles convalidó las asignaturas imperiales porque vivió hasta la hora de su muerte en la casa que fue de Ramón Carande (1887-1986), su vecino, el primer nombre de su libro de firmas, el conocedor de los entresijos del emperador Carlos V. La sencillez y la humildad de Robles eran inversamente proporcionales a las dimensiones de su marca profesional, donde encontró la continuidad en sus hijos Pedro y Laura.

En los días del desasosiego, cuando terminó el primer estado de alarma y se empezaron a abrir los visillos de la esperanza, las casapuertas de la cautela, con el miedo todavía en los tuétanos y en los telediarios, Juan se sentaba con Francisca, su inseparable mujer, en Álvarez Quintero o en las mesas de la plaza de San Francisco esquina con Robles. Quería darle normalidad a una anomalía mundial. Como los políticos han sido tan dados a las analogías bélicas, este empresario se ponía en primera línea. La ciudad le debe mucho a Juan Robles. Es imposible calcular en los llorados tiempos de la normalidad, ésos que creíamos eternos, cuántos miles de personas volvieron a Sevilla para disfrutar de las excelencias de su cocina, de la distinción de su trato. Los cursis le llaman valor añadido, palabras que estoy convencido de que no llegó a usar jamás.

Casa Gonzalo, edificio del arquitecto Joaquín Díaz Langa, no pudo celebrar el año pasado su centenario como Dios manda; Las Escobas tiene el prurito de ser el restaurante más antiguo de Europa. Junto a ellos mantuvo el tipo Robles en la confluencia con Argote de Molina. La torre de Babel se quedó sin lenguas foráneas, dejaron de sonar los ecos de la caballería de los carruajes, se fueron las colas del Alcázar y la Catedral. A Robles no se le ha oído una queja, un lamento, pero en esta ciudad que por segundo año se ha quedado sin procesiones, la suya iba por dentro. Muchas familias con el alma en vilo, con el destino en ciernes, y el padre de Pedro y de Laura como padre simbólico de muchísimos que en su casa aprendieron un oficio, labraron un porvenir.

Un mes antes del quinto centenario de la muerte de Magallanes, no podrá estar para el medio milenio del regreso de la Nao Victoria en 2022, capitaneada por Juan Sebastián Elcano, y recordar que el vino que fue en ese viaje era de Villalba del Alcor, los vecinos de Manzanilla. Qué charla nos hemos perdido de Juan Robles con su compañero de pupitre en el instituto San Isidoro, el americanista Luis Navarro García. En su casa se cerraron tratos comerciales, se renovaron cláusulas balompédicas, se pacificaron tormentas políticas. De todas se tuvo que enterar pero nunca salió de su boca ni el silbo de un rumor. A finales de 2019, cuando nadie imaginaba que todo se iba a torcer de forma tan truculenta, Juan Robles participó en el Círculo Mercantil en la presentación del libro de Joaquín Arbide ‘Sevilla, siempre en un bar’ con Carlos, de El Portón. Allí dijo que no tenía tiempo para deprimirse, un lujo que no podía permitirse.

Todo lo que tuviera que ver con Sevilla tenía en él a un aliado: presentaciones de libros, exposiciones, homenajes a personajes ilustres. Nunca perdió la perspectiva del pueblo ni la de la familia. Dos cimientos sobre los que construyó una metrópolis y un pacífico ejército. En los parámetros de esos psiquiatras en los que pensaba en nuestro último encuentro, a los que imaginaba desbordados por tantas expectativas fallidas, sueños frustrados, abrazos aparcados, Juan Robles contribuyó muy seriamente a elevar los niveles de alegría de la ciudad, pero no se le encontró la vacuna contra la tristeza. La casa de Ramón Carande ya tiene dos ausencias. Y el historiador ya cuenta con dos emperadores. El que nació en Gante y el de Villalba del Alcor. Por su casa pasaron legiones de famosos, incluidos miembros de la Familia Real o personas ataviadas con el Nobel de Literatura, el Oscar de Hollywood o la Llave del Cante, pero siempre tuvo bien claro, no tenía más que salir y mirar a la Giralda, que todas esas famas eran efímeras, y que la de Sevilla permanece.

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