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La Noria

La verdad, tan temida

  • Las 'zonas oscuras' del proceso de construcción del Parasol de la Encarnación ilustran a la perfección uno de los vicios del gobierno municipal: intentar que aparezca como cierto lo que no es más que media verdad

QUIERE la casualidad y el calendario, que a veces juega malas pasadas, que ahora que termina el Carnaval y comienza la Cuaresma, periodo que en Sevilla se vive de forma extrema, coincidan en el tiempo la visita de Albert Boadella -que estrena en el Lope de Vega la nueva obra de Els Joglars- y el ritual que reitera -en esta ciudad sin criterio y, sin embargo, tan llena de dogmas- la verdad incómoda que Miguel de Mañara dejó dicha, recogiendo la larga tradición clásica, en su célebre Discurso de la Verdad: no hay nada más real que la mortaja. Tremenda máxima, propia del barroco. Tan terrible como cierta.

Boadella, que ironiza siempre con el hecho de que la hipocresía sea uno de los grandes "avances" de la civilización, igual que Walter Benjamin decía que "quien cuida los modales pero rechaza la mentira se asemeja a alguien que se viste a la moda pero olvida llevar la camisa", sabe que la honestidad radical es asunto peligroso. Nadie aspira a tan elevada condición, que es la de la plena libertad verbal. Aunque a decir verdad en este mundo de simulacros ciertas gotas de sinceridad en ocasiones ayudan a acostarse tranquilo.

Las medias verdades

En los países anglosajones la mentira tiene un coste político notable. Aquí en el Mediodía, donde habitamos, o lo intentamos, ocurre al revés: se da por supuesto que cualquier gobernante cuenta ficciones -y no siempre buenas, aunque ellos se empeñen en presentarlas de tal guisa- para evitar decirnos la verdad. Probablemente porque piensan que si la supiéramos el teatro social se terminaría y ellos no durarían ni dos días.

Pero ¿qué ocurre cuando lo que se cuenta no es del todo mentira, sino sencillamente media verdad? ¿No es peor que mentir? Ocultar la realidad es siempre un ejercicio íntimo. Cada uno elige su particular manera de engañarse. Lo que resulta evidente es que quien trata de ocultar algo no lo hace sólo por educación y sentido del civismo, como sarcásticamente decía el director de Els Joglars, sino porque trata de camuflar una inseguridad. Vista así, la mentira política tiene algo de ingenuidad, incluso de ternura. La tentación de mentir es tan grande y cómoda que con frecuencia acostumbra a olvidarse que en el juego democrático un político puede -algunos piensan que incluso debe- mentir, lo único que sucede es que, si es cazado, no le queda más salida que admitirlo, aceptarlo y hacer acto de contricción. En eso consisten las cosas.

El problema surge cuando no se quieren respetar estas reglas básicas. Cuando, presos del apuro de verse expuestos de forma nada edificante ante los demás, quiere torcerse el cuello a la verdad. Aplastar al que habla. Cortarle el dedo al que señala. Mucho de esto ha ocurrido en los últimos tiempos en Sevilla, aunque probablemente tal situación sea cosa de siempre. El poder no sólo quiere mandar, sino cincelar la imagen que los ciudadanos tienen de la realidad. Bien es sabido: el mejor poder siempre es invisible. Y éste requiere forzosamente que la grey -por usar la terminología eclesiástica- piense justo como sea más cómodo. La libertad individual siempre resulta un obstáculo.

En el diccionario esta conducta tiene un nombre concreto. No vamos a mencionarlo por ser educados. Pero basta mirar para encontrar esta semilla por doquier. Un ejemplo obvio es el episodio de la construcción del Parasol de la Encarnación. En este proyecto confluyen toda una serie de elementos susceptibles de convertirlo, si no lo es ya, en símbolo de una manera de gobernar la ciudad.

"Es amarga la verdad"

Las setas han sido en los últimos cinco años objeto de una honda polémica ciudadana en relación a su -supuesto- encaje en una urbe, aparentemente, tan refractaria a los cambios como es Sevilla. En la apuesta municipal por hacer teórica vanguardia arquitectónica en la ciudad histórica quizás había una buena intención previa. ¿Quién lo duda? Pero lo cierto es que, un lustro después de su inicio, si se profundiza en cómo se ha gestionado la cuestión, no puede sino concluirse que la eficacia es algo que en la Plaza Nueva no se ve por ningún lado, dicho sea, por otra parte, sin ánimo de ofender. Son hechos.

Entretenidos con el usual debate estético, tan querido a los sevillanos, que esbozan una teoría sobre cómo debe ser -o es- la verdadera Sevilla, que siempre es la suya y nunca la ajena, la ciudad desconocía los meandros y agujeros negros por los que ha discurrido el novelón del Parasol, cuyo coste para las arcas públicas asustaría a cualquiera que tenga un mínimo sentido de las cosas. E incluso sin él. "Es amarga la verdad/quiero echarla de la boca", escribía Francisco de Quevedo. Si fuera cierto tal verso, habría que concluir que en el gobierno local hay quien tiene un marcado gusto por lo agrio, pues en este asunto no se ha hecho más que callar cuando había que haber hablado (en mayo de 2007), y hablar a medias cuando, sencillamente, bastaba con decir la verdad. En este punto radica toda la cuestión: ¿Pueden afrontar la realidad o seguirán aniquilando y sin escuchar a quien se atreve a decir que el rey está desnudo?

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