Historia taurina

Matiz vetusto para un arte inmarchitable

  • Ahí quedo todo. Una tarde mágica y feliz, que hoy parece haberse olvidado de la memoria de los insensibles y mediocres, por parte de Finito de Córdoba en Antequera

Finito de Córdoba en Antequera en octubre de 2020.

Finito de Córdoba en Antequera en octubre de 2020. / Jorge Zapata / Efe

La tauromaquia es una disciplina artística totalmente impredecible. Todas las artes plásticas lo son. El toreo, pese a quien pese, también lo es. El torero es, además del oficiante de un rito ancestral, un artista. Expresa un sentimiento a través de las telas de las que están conformados los trebejos de torear. Pero existe una pequeña diferencia.

El torero trabaja con un material vivo, no inanimado. Pintores o escultores se expresan con materiales inertes, sin vida. Ellos son los encargados de transmitir y expresar su pasión dándole formas, volúmenes, colores. El torero no. El toreo tiene que comunicar su expresión artística, con el material que tiene en frente de él, que no es otro que el toro. Un tótem, una deidad de la más ancestral cultura mediterránea. Un animal vivo y salvaje, que no siempre se presta a la belleza o a la plástica.

El toreo es épica y tragedia, la muerte siempre está presente, pero esa atávica contienda, entre fuerza y razón, también se adereza con la apostura clásica de lo imperecedero. De ahí resulta que cuando toro y torero se aúnan en una sola figura, la liturgia de la tauromaquia quede grabada en lo más profundo de la mente, siendo así recordado pese al paso del tiempo.

Así fue y así debiera ser. Pero los tiempos cambian. Hoy la memoria, tal vez por falta de sensibilidad, es menos perdurable. Pronto se olvida lo excepcional. En estos tiempos se prefiere lo habitual y predecible sobre lo extraordinario y puntual. Tal vez el tiempo devuelva la cordura y a nuestra mente vuelvan esos instantes mágicos y únicos, aquellos que en su momento fueron capaces de estremecer lo más profundo de nuestro ser.

El otoño está recién estrenado. España se estremece dolorida. El dolor y la muerte están lastrando el vivir de cada día. La pandemia mundial que nos toca vivir está condicionando todo lo que hasta el momento de su aparición era normal y cotidiano. Los toros no podían ser menos. Las autoridades sanitarias desaconsejan las grandes concentraciones de personas.

Los toros, a pesar de lo que se pueda hoy afirmar, son un espectáculo de masas y el público es imprescindible para su normal desarrollo. Por ello, cuando el mal que nos azota parece ceder, se autorizan una serie de festejos en la denominada gira de reconstrucción.

En el hotel Antequera Golf, Raúl Fijo, mozo de espadas de Finito de Córdoba, se centra en que todo esté dispuesto para el festejo de la tarde. Dispuesto sobre una silla, un terno de estreno. El torero cordobés ha entrado en el cartel por la vía de la sustitución. Muchos, esos de memoria frágil, han criticado su inclusión en el festejo por el francés Castella.

Traje que lució Juan Serrano. Traje que lució Juan Serrano.

Traje que lució Juan Serrano. / El Día

Pronto se ha olvidado lo que ha brindado Juan Serrano a la fiesta de los toros. Se piensa que su figura, su toreo y su personalidad están amortizados desde hace tiempo. Pero qué equivocados están. A esta altura de su carrera, el todavía emir del toreo que representa a Córdoba tiene poco que demostrar. Lo que hizo hecho está, aunque muchos traten de borrarlo, pero ahí queda, indeleble e imborrable. Los años han pasado, pero la calidad de un torero sigue donde siempre estuvo, eso sí, añejada como los generosos vinos de la sierra de Montilla.

No es una tarde más, aunque pueda parecerlo. Es una fecha en la que todo, por un momento, volverá a una aparente normalidad. El reloj siempre marca las horas y en la tarde antequerana, las agujas señalan la hora taurina más lorquiana. Son las cinco de la tarde. Las hojas de la puerta de cuadrillas se abren de par en par para que el rito se repita una vez más y a pesar todo lo malo que nos sacude. Finito de Córdoba luce su apostura torera. Impecablemente vestido, como es su costumbre. Luce un terno con bordados en azabache que le ha cosido el sastre Pedro Escolar.

El tono es complejo de descubrir. Unos dicen que gris perla, otros que visón, aquellos que mercurio. ¡Hasta para el color de un vestido de torear los taurinos no se ponen de acuerdo! Alguien aclara: maquillaje antiguo y azabache y no se hable más.

La liturgia se repite. Como siempre es impredecible. Las musas de la inspiración embargan el ambiente y lo excepcional surge de forma espontánea. El material es propicio y Juan Serrano, espoleado tal vez en su amor propio por las críticas surgidas a raíz de la sustitución, ofrece lo más sentido de su concepto artístico y torero. Lances de seda despaciosos de eternidad solemne, largas con aromas a un califato olvidado, pases de todas las marcas preñados de clasicismo, ortodoxia y una inigualable belleza plástica.

Remates de trazo churrigueresco, barrocos, quebrados y curvos. El toreo de siempre, el toreo que llena el sentido y enerva el ánimo. El toreo al alcance los privilegiados. El perdón de la vida del toro segundo de su lote no es más que una anécdota en una tarde en la que el torero ha puesto a todo el mundo de acuerdo, tapando también las bocas que vertieron ácidas críticas a su inclusión en el festejo.

Ahí quedo todo. Una tarde mágica y feliz, que hoy parece haberse olvidado de la memoria de los insensibles y mediocres, que a pesar de lo vertido la tarde del 9 de octubre de 2020 en el centenario recinto del Torcal, continúan negando lo innegable. La torería única que solo está al alcance de los elegidos.

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