Historia taurina

El clasicismo revestido de vanguardia

  • El día 10 de junio de 1971, festividad del Corpus, es la fecha escogida. En la plaza de Las Palmas de Gran Canaria se acartela Luis Miguel Dominguín con Antonio Bienvenida

Traje que lución Luis Miguel Dominguín en Canarias.

Traje que lución Luis Miguel Dominguín en Canarias. / El Día

El viento está desatado en Las Palmas. Sopla con fuerza, como si Eolo, dios griego de los vientos, estuviera acelerado. Las copas de los altos árboles se mueven como barquillas en un mar de tempestad. Aun así, el sol está radiante. En todo lo alto. Hace aún más intenso el color del cielo dotándolo de tonos más vivos. ¡Lástima del aire! El temporal es grande. A pesar de ello, el sol brilla y dota de luz a la isla, una de las apodadas afortunadas, que se prepara para servir como marco a un acontecimiento taurino de gran importancia. La reaparición en los ruedos de un torero es un acontecimiento. Si es además un estandarte de una época, como lo fue Luis Miguel Dominguín, aún más.

El monumental coso canario, inaugurado un año antes, se ha vestido de lujo. En Maspalomas se vive un bullir de gente. Todos quieren ser testigos, aunque haya fallado gran parte de la beautiful people, de la vuelta a los ruedos de un torero único, genial y de arrolladora personalidad. Un torero de cuerda larga, poderoso, dominador. Un torero precoz que con apenas 11 años ya paseaba su innata torería por los ruedos del planeta toro. Atrás quedaron los años de gloria. Aquellos en los que quería comerse el mundo. Un torero que tuvo la osadía, cosas de la juventud, de intentar hacer sombra al gran coloso de la postguerra, Manolete, y cuya muerte, de la que fue testigo, le causó un hondo impacto.

Atrás quedaron sus años gloriosos. Su azarosa vida. Sus romances con lo más deslumbrante del celuloide. Sus polémicas, la mayoría buscadas por su persona, su aire fanfarrón y pícaro a la vez. Tal vez por ello, caía mal a muchos y seducía a otros. Tras retirarse en los años sesenta, vivió felizmente con su esposa, otro bello rostro de la gran pantalla como fue Lucía Bosé y de quien termino separándose, temeridad para la moral del régimen, al final de llamada década prodigiosa.

Dominguín vivía tranquilo, en su refugio de Andújar, en pleno corazón de Sierra Morena. Pero el torero nunca deja de serlo y tras actuar en 1970 en Madrid, en el festival benéfico organizado para los damnificados del terremoto de Perú, Luis Miguel decide volver a los ruedos.

El día 10 de junio de 1971, festividad del Corpus, es la fecha escogida. El marco, la plaza de toros de Las Palmas de Gran Canaria. Se acartela con otro torero dinástico como él, el recordado Antonio Bienvenida, y un joven malagueño que viene con ganas de arrollar, Miguel Márquez. Los toros han llegado desde la península y están herrados con el hierro de Samuel Flores, una de las vacadas predilectas del personal torero. Todo está dispuesto, pero ¡ay, el viento! ¡Qué mal aliado para la tauromaquia! Se puede torear con calor, con lluvia, con nieve, pero con viento…es complicado. Luis Miguel siempre tuvo aire provocador.

En esta nueva etapa que inicia ese marcado día, no iba a ser menos. En esa corrida Luis Miguel provocaría, una vez más, a la ortodoxia. Se propone innovar las prendas de torear. Para ello, su amigo, el pintor malagueño Pablo Picasso, le ha diseñado un original traje de luces y que Fermín, el magnífico sastre taurino, ha llevado a telas y pasamanerías con gran acierto. Sobre la silla está dispuesto para ser vestido. Blanco y oro. Un traje que no dejará a nadie indiferente. Ligero de bordados y muy alejado del clasicismo tradicional.

Luis MIguel Dominguín y Pablo Picasso en una corrida de toros. Luis MIguel Dominguín y Pablo Picasso en una corrida de toros.

Luis MIguel Dominguín y Pablo Picasso en una corrida de toros. / El Día

Luis Miguel y Picasso se conocieron en los años cincuenta. Era la época en la que Luis Miguel y su cuñado, Antonio Ordóñez, rivalizaban en los ruedos en la temporada en la que Ernest Hemingway bautizó como la del “verano sangriento”. El escritor francés Jean Cocteau fue el hilo conductor de la gran amistad entre el pintor y el torero. Picasso, en un principio, fue crítico con el toreo de Dominguín, tachándolo de frío y geométrico.

No obstante, su arrolladora personalidad le sedujo, fraguándose unos lazos estrechos, que hicieron que la familia Dominguín-Bosé pasara grandes temporadas en la villa francesa del malagueño, así como que incluso fuera el padrino de una de las hijas del matrimonio, Paola, llamada así en honor a tan importante padrino.

El viento no cesa. Las cuadrillas parten plaza. Llama poderosamente la atención el terno que luce Dominguín. El capote de paseo se afirma que fue diseño de Rafael Alberti, el poeta que quiso ser torero. El viento, como se preveía, marca la tarde. Luis Miguel no puede más que dejar detalles en sus dos toros. Su tauromaquia larga y poderosa, en la más continuadora línea gallista, quedó patente.

No pudo redondear, pero dejó de manifiesto que no había regresado a los cosos a cubrir un artificioso expediente. Una oreja cortó a su primero, según las crónicas de la época demasiado benevolente. En su segundo, el viento y la mansedumbre del toro le impidieron un triunfo que buscó con ansia, saludando desde el tercio.

La corrida no acabó como se esperaba. No hubo triunfo rotundo del reaparecido. Bienvenida también se topó con los elementos atmosféricos a la contra. El joven Márquez sí saboreó las mieles del triunfo en el sexto, al que tras una vibrante faena, cortó los máximos trofeos. Todo acabó en tonos grises.

En el hotel sobre la silla, manchado de sangre, quedó el picassiano terno. Para esa campaña, Luis Miguel se encargó varios de distintos colores, pero todos siguiendo los trazos del inmortal pintor malagueño. Dominguín, tan personal como torero, hoy, desgraciadamente, es desconocido para los nuevos aficionados.

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