calle rioja

Ismael ‘made in USA’ (Umbrete, Sanabria, Alfalfa)

Ismael ‘made in USA’ (Umbrete, Sanabria, Alfalfa)

Ismael ‘made in USA’ (Umbrete, Sanabria, Alfalfa)

Le gustaba el olor de las tabernas y las librerías. Dos ámbitos inseparables de su persona unidos en estos versos de Baltasar del Alcázar: “Sevilla, ciudad bravía / que entre antiguas y modernas / cuenta cincuenta tabernas / y ninguna librería”. El destino de las tabernas, transformadas por la tapa en bares cuando no gastrobares, iba a ser idéntico al de las librerías, en el diagnóstico de Ismael Yebra (1955-2021).

“Llamadme Ismael”. Todos los que seguimos el consejo de Harold Bloom, el padre del canon literario, de que uno de los mejores cimientos de la buena literatura empieza por leer Moby Dick nos encontrábamos con esta frase en la novela de balleneros de Herman Melville. Llamadlo Ismael. Nombradlo y a su conjuro responde la gente, sea para festejar su cumpleaños en la plazuela de la iglesia de san Isidoro o reunirse para un nuevo libro de Ismael.

En la Academia lo retrató Reyes de la Lastra, en este libro la firma es de Dani Rosell

Porque Ismael Yebra es como Roberto Bolaño: no dejan de aparecer libros suyos. En las librerías ya está Letras de médicos (Algaida), el querido proyecto común que tenía con su alma gemela Paco Gallardo, y el pasado martes se presentó en la sala Antonio Machado de la Fundación Cajasol el libro Sine Die (Páginas del Sur). Era el título de los artículos que durante siete años, entre 2015 y 2021, una semana antes de morir, fue publicando todos los jueves en Diario de Sevilla. Los jueves, milagro, mercadillo y lectura de las recetas del doctor Yebra Sotillo.

La cola en la calle Chicarreros era para el mano a mano del torero Víctor Puerto con Los Compadres (Alfonso Sánchez, Alberto López) y el lleno estaba asegurado. Pero en la sala superior, tercera planta en ascensor, no había un asiento libre. Si saliera en cofradía, la de los amigos, leales o incondicionales de Ismael Yebra le darían verdaderos quebraderos de cabeza al Consejo para buscarle un hueco entre los desfiles procesionales. Ismael como nexo, como denominador común de una serie de tribus. Allí estaba la tribu de los médicos: Juan Sabaté, Carlos Infante Alcón, el propio Paco Gallardo; la de los poetas: Jacobo Cortines, Juan Lamillar; la de los académicos: Rogelio Reyes, Manuel González Jiménez, que en tiempos dirigieron la Academia de Buenas Letras cuyo timón llevó hasta su crepúsculo el doctor Yebra relevando al arabista Rafael Valencia y que ahora dirige Pablo Gutiérrez-Alviz, autor de la selección y compilación de estos artículos; la tribu de los taberneros: Pepe Yebra, su hermano mayor, que ha quedado como benjamín de este gigante, la hija de Eulogio, taberna de la calle Lumbreras que gustaba frecuentar en compañía de Victoria, su esposa, o Pablo Emilio Pérez-Mallaína, americanista, que estudió la vida de los hombres de los océanos, pero en el acto estaba para convertir tanta agua en vino de las dos etnias vinateras: la sanabresa, la montañesa. Estaba su familia de sangre, y la de papel en estas Páginas del Sur. La tribu de los columnistas de su hornada a los que representó Eduardo Osborne. Estaba también la tribu de los Escolapios, etapa colegial que retrató en el libro Yo, Juan Calasancio. La tribu de Cuadernos de Roldán, tabernarios y librarios por igual, presentes con Paula Garvín o Paco Núñez Roldán. La tribu de la calle Rioja (Peris, Juano, un servidor…). No estaba por razones obvias la tribu de las monjas de clausura a las que tan bien cuidaba y a las que tan buen trato dispensaba.

Sine Die. Era como titulaba Ismael sus lúcidas reflexiones, que eran como él: certeras, sin maldad, sin rencor alguno, con la mordacidad justa. El título del libro me recuerda una broma de Antonio Tabucchi criticando el nuevo analfabetismo anglosajón. El escritor italiano que se hizo portugués adoptivo, el creador del personaje de Pereira, ese periodista que encarnó en el cine Marcello Mastroianni, contaba que en una televisión italiana el locutor hablaba de un problema que seguía estando “san dey”, intentado leer en un falso inglés el latín en retirada de los colegios, de las universidades y, ay, hasta de las iglesias. Sin fecha, porque Ismael Yebra es temporal.

Un médico dermatólogo. Nunca la superficie tuvo tanta profundidad como en este doctor. La palabra amigo tendría que estar sometida a cierta auditoría para evitar su abuso. Es amigo mío… de toda la vida… En el caso de Ismael, cada cual tendrá la suya, pero en su generosidad nunca pedía el carnet de lealtades, no había amigos vips en su agenda. Por eso, como bien dijo Antonio Pulido, a su lado uno siempre se encontraba en paz, como quien mira desde un puente el paso del caudal de un río o ve a lo lejos la estela del ferrocarril que se pierde en el horizonte.

Debo ser de los pocos que no lo conocieron en su consulta, aunque después la frecuenté. Creo que la primera vez que nos saludamos fue en el patio de la iglesia del Salvador, donde se presentaba un libro, creo que era de Paco Robles. Nos pasamos teléfonos y muy pronto me hizo entrega de su libro de Viajes a Sanabria. Fue uno de los primeros entrevistados de mi serie Los Invisibles. Se iba de viaje por Silos y Cardeña, esa geografía castellana que Ramón Carande llegó a conocer en diligencia. Su cofradía no sería de primavera, siempre le gustó más la ciudad en otoño, más auténtica, sin máscaras.

Un médico y un notario en los conventos de clausura. Ismael Yebra se los conocía todos. Llegó a publicar un libro con fotografías de Antonio del Junco. Las visitas de Pablo Gutiérrez-Alviz eran por otros motivos: herencias, testamentos, fes de vida en vidas con tanta fe. El notario lo conoció en su consulta un Miércoles Santo. Ismael Yebra era un médico made in USA (Umbrete, Sanabria, Alfalfa). Cuando quedamos para dar un paseo por la Alfalfa, su Greenwich Village particular, me esperaba en su casa de la calle Candilejo leyendo un libro de viajes de su amigo León Lasa, hijo de una leyenda del Real Betis Balompié.

Hay dos encuentros que nunca más se repitieron, pero que uno tiene la sensación de que se prodigaron con frecuencia. Uno fue en su casa de Umbrete; su hijo Dani, que ahora sigue sus pasos, estaba convaleciente viendo una goleada inmisericorde del Madrid al Rayo Vallecano.

Ismael nos enseñó su torre de Montaigne. No creo que haya otra biblioteca con tantos libros conventuales, con tanta riqueza de los caminos cistercienses, como si en lugar del Aljarafe estuviéramos bajo el cimborrio de San Martín de Frómista.

En 2013 la taberna La Aurora celebraba su centenario. A finales de 2012, quedamos con Ismael para conocer por dentro los entresijos de este Moby Dick de Pérez Galdós esquina con Boteros. Nos abrió la puerta Agustín, el orondo y afable tabernero. Yo volvía al santuario de los chorizos del infierno de mis tiempos de muerto de hambre en la pensión de la calle Alonso el Sabio, antes Burro. Compartimos velada con Paco Gallardo y Mamen, y con Antonio, el jardinero del Alcázar, esas tijeras con sabor a Al-Mutamid, Isabel de Portugal, Magallanes, Olavide y Romero Murube. Un día en Umbrete, otro en la Alfalfa en los que el tiempo se detuvo. Imagino que Ismael fue cicerone de muchos más, guía por el Cardo Máximo donde le chirriaba cierta cursilería de ese proyecto de la Piel Sensible. En la Academia lo ha retratado Reyes de la Lastra, que también estuvo en el acto; y en la portada del libro lo hace Dani Rosell, con ese bigote a lo Gilbert Roland.

Su primer artículo se titula “Esto se acaba”, aliñado con versos de Salinas y Montesinos. Una broma con esa afición de Sevilla a las vísperas, que cuando pasan todo el pescado, incluso el del cuadro de Sorolla, ya está vendido. En el último, un poeta sale esposado de una taberna.

Tabernas y librerías. “Echa vino, montañés, que lo paga Juan de Vargas”. Le gustaba mucho la frase de Antonio Díaz-Cañabate en Historia de una taberna: “Las desgracias no entran en la taberna; los desgraciados sí”. Llamadme Ismael y viva Chejov.

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