Literatura y pensamiento

Los mundos de Paul Auster

  • Sólo quienes se desprenden de los vínculos indeseados son verdaderamente libres.

IGNACIO F. GARMENDIA

Editor y crítico literario

Hay gente a la que le molesta que los buenos escritores tengan éxito o, dicho de otro modo, que los lectores hagan su elección al margen de las selectas capillas que se encargan de orientar a los iniciados en la dirección de los autores de culto. Paul Auster lo fue durante un tiempo, pero a partir de un momento dado, sobre todo tras la publicación de El palacio de la Luna (1989), su prestigio crítico trascendió el reducido ámbito de los conocedores hasta convertir al autor en uno de los escritores norteamericanos más conocidos y leídos, cuyas obras se venden por millares en toda Europa. En España, sin ir más lejos, los libros del neoyorkino entran automáticamente en las listas de best sellers al poco de publicarse, y esa extraordinaria acogida –o, como ha ocurrido también en el caso de Woody Allen, la concesión del Premio Príncipe de Asturias y el empalago mediático que conlleva– ha mermado el entusiasmo de algunos críticos, que recelan por sistema de las consagraciones masivas.

Puede que la etapa última de Auster no brille a la altura de los títulos imprescindibles de su larga trayectoria narrativa, obras como la primera y fundamental La invención de la soledad (1982) o la ya clásica Trilogía de Nueva York (1985-6) o la más reciente El libro de las ilusiones (2002). En efecto, novelas como Brooklyn Follies (2005) o Viajes por el Scriptorium (2006) e incluso, en menor medida, su última entrega Un hombre en la oscuridad (2008), muestran cierto grado de autocomplacencia, como si el autor, consciente de sus dotes de seducción, de su facilidad para la invención de historias y el cultivo de la buena prosa, se limitara a repetir los hallazgos explotados en sus obras mayores. Tampoco su último filme, La vida interior de Martin Frost (2007), que recuperaba y ampliaba, empeorándola, una historia contenida en El libro de las ilusiones, ha ayudado a evitar esta sensación de agotamiento o epigonismo respecto de sus propios logros.

Ahora bien, de nuevo como en el caso de Woody Allen, el tono mediano de su producción última no debe hacernos olvidar la singularidad de un autor que encarna como ningún otro –y con perdón– la posmodernidad literaria, felizmente a salvo de las connotaciones ominosas de un término demasiado manoseado y por ello lo suficientemente vago como para ser invocado por cualquiera. Porque la literatura de Paul Auster contiene, sobre el placer estético que procura, una lección moral. En artículos y entrevistas, el narrador suele insistir en los deberes que impone el oficio de la escritura, así "la obligación de alcanzar la claridad" (El arte del hambre) o la necesidad de que la historia que se cuenta sea percibida por el narrador como algo ineludible, de modo que el lector, a su vez, pueda sentirse concernido. Asumiendo la idea de la vocación artística como una forma de sacerdocio, Auster se ha autoimpuesto la obligación de romper moldes, "casi como un deber moral", de afrontar las vacilaciones propias de la tarea literaria con nuevos retos que dejen atrás –y aquí es donde podrían advertirse signos de relajo– las posiciones alcanzadas.

La soledad, la incomunicación, el azar, la identidad, son los temas habituales, sobradamente conocidos por sus lectores, del narrador neoyorkino. Son asimismo sabidas sus influencias, que él mismo se ha encargado de recalcar, Kafka y Beckett, en particular, pero también Cervantes –las historias dentro de la historia–, la filosofía existencialista, el psicoanálisis o la tradición de la novela negra. Pero es la intención moral lo que distingue en última instancia la obra de Auster. Sus personajes eligen la libertad, el espacio inexplorado del mundo antes que la seguridad de los caminos trazados, sometidos al azar imprevisible que es, con la incertidumbre que conlleva, la base de toda ética. Sólo quienes se desprenden de los vínculos indeseados son verdaderamente libres, aunque esa opción los convierta en seres vulnerables. "Descubrir el poder del azar –dice Justo Navarro en el prólogo a El cuaderno rojo– es descubrir que somos terriblemente frágiles y vulnerables", pero "recordar que las personas son terriblemente frágiles es una obligación moral: Paul Auster –concluye el granadino– es cazador de coincidencias por obligación moral".

Luego está la idea de que todo sucede en la cabeza, de que la vida interior (the inner life) es la única verdadera, de que uno puede cambiar la realidad sin salirse del ámbito potencialmente infinito de la conciencia creadora. "No hay un único mundo, sino muchos mundos, y todos discurren en paralelo, mundos y antimundos, mundos y sombras de mundos, y cada uno de ellos lo sueña, lo imagina o escribe alguien en otro mundo". Estas palabras de su última novela, relacionadas con el juego pirandelliano de creadores y criaturas, cifran ese universo de posibilidades que caracteriza la narrativa de Paul Auster, donde el azar se convierte en destino. Es preferible habitar el territorio de lo impredecible, pero nuestra obligación es buscar el sentido de las cosas, hallar la relación entre sucesos aparentemente inconexos, tender puentes entre las conciencias aisladas. Porque no sabemos lo que nos espera, porque todo es posible, podemos y debemos elegir. No existen victorias ni derrotas definitivas. Hay quien ha censurado esta cosmovisión por resignada o relativista, lo que es tanto como ignorar su profundo trasfondo moral. No cabe mayor compromiso –tal es la lección de Auster– que el de enfrentar la realidad a pecho descubierto, arrojándonos a la intemperie sin vanas esperanzas ni absurdos temores. La prevalencia del azar sólo indica que el destino no está escrito.

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