Silvia María Pérez González | Catedrática de Historia Medieval de la UPO

“En la Edad Media, los conventos fueron centros de empoderamiento”

  • Buena parte de sus investigaciones las ha dedicado al papel jugado por la mujer en las cofradías y conventos durante la Baja Edad Media

  • También ha trabajado sobre el vino de Jerez en este periodo

El rastro de la fama: Silvia María Pérez González / José Luis Montero

Silvia María Pérez González (El Puerto de Santa María, 1970) acaba de obtener la cátedra de Historia Medieval en la Universidad Pablo de Olavide. Culmina así una carrera que comenzó como estudiante en las universidades de Cádiz e Hispalense y que le llevó a doctorarse con la tesis ‘Iglesia y sociedad en Sevilla en la Baja Edad Media’. En concreto, ha puesto especial interés en el papel de la mujer durante los siglos XIII, XIV y XV, sacando a la luz un mundo donde las féminas tenían un papel más amplio o importante del que se suele pensar. Ha sido precisamente en el ámbito de las cofradías, un universo que no le es ajeno (llegó a ser hermana mayor de la Vera Cruz de El Puerto), donde ha encontrado un filón de información para desarrollar sus investigaciones. Ha dejado su huella en libros como ‘Mujeres y hermandades: La feminización del mundo cofrade’, ‘De las cepas a las copas: el vino de Jerez desde la Edad Media hasta nuestros días’ o ‘La mujer en la Sevilla de finales de la Edad Media: solteras, casadas y vírgenes consagradas’, entre muchos otros. La entrevista es en el bar de la estación de trenes de San Bernardo, justo antes de que Silvia María Pérez coja el tren que le lleve a Jerez, ciudad donde reside y a la que, junto a Sevilla, le ha dedicado buena parte de sus investigaciones.

–El cliché nos indica que ser mujer no debía ser muy agradable en la Baja Edad Media.

–En teoría las mujeres tenían dos destinos posibles: o la casa o el convento. Pero la práctica nos dice otra cosa. Vemos que hay muchas mujeres dedicadas a profesiones que gozan de cierta libertad personal para la época. Los hombres también tenían muchas limitaciones. En la Edad Media, como ahora, todo dependía mucho de los recursos económicos. En una zona rica, como el Reino de Sevilla, las oportunidades eran mucho mayores que en un pueblo pequeño del centro de Castilla donde no había comercio ni una actividad artesanal importante.

–Usted ha estudiado la presencia de la mujer en las cofradías durante esta época. Hasta hace poco hemos visto como en Sevilla las mujeres no podían salir de nazarenas.

–Uno de los motivos por los que empecé a estudiar esta cuestión fue porque hubo un momento en el que había varias hermandades sevillanas que seguían resistiéndose a que saliesen como nazarenas las mujeres. Se amparaban en la tradición y decidí comprobarlo.

–¿Y qué encontró?

–Las mujeres estaban muy reconocidas en las hermandades bajomedievales. El término “cofrada” es muy antiguo.

–¿Cofrada?

–Búsquelo en el DRAE. Es más, en la documentación bajomedieval se usa más cofrada que hermana. Es obvio que las mujeres no tenían un protagonismo tan destacado como los hombres, especialmente en las juntas de Gobierno. Pero yo he documentado una cofradía donde había una priosta (entonces a los hermanos mayores se les llamaba priostes). Aunque en las normas se decía que las hermanas no podían participar en los cabildos, la documentación nos dice lo contrario. Una cosa es la regla y otra la práctica diaria. Donde mayor igualdad había era en todo lo relacionado con la muerte: los derechos de velación y entierro, los oficios de difuntos, las misas post mortem... Ahí se igualan completamente cofrades y cofradas.

–¿Había cofradías solo de mujeres?–Sí, en Jerez había una que se llamaba Santa María de las Candelas Amarillas.

–Bonito nombre.

–Tenía su sede canónica en la Colegial del Salvador. Incluso gestionaban un hospital para mujeres, porque estas cofradías bajomedievales suelen ser hospitalarias. En Zamora hay otro caso de cofradía femenina. Después de Trento vendría el cerrojazo: a las mujeres ya no se les dejaría procesionar y deberían ir con la cara descubierta... Incluso hoy vemos que la mujer sigue teniendo un papel muy secundario en las cofradías. Hay pocas hermanas mayores. Las cofradías siguen algo anquilosadas en ese periodo postridentino. Yo fui hermana mayor de la Veracruz del Puerto de Santa María en el año 2008. Saqué la cofradía a la calle.

–Tiene usted toda mi admiración.

–Es una imagen impresionante, uno de esos cristos de pasta de maíz que llegaron de México. Eran muy ligeros para que los misioneros los pudiesen transportar por las selvas. Las primeras procesiones eran muy simples. Se llevaba un crucificado que era portado por una persona. Evidentemente, una persona no puede llevar El Cachorro. Lo importante de esas procesiones era la disciplina, la flagelación pública, no las imágenes. Eso será después de Trento.

–¿Había mujeres disciplinantes?

–Sí, porque se prohibe en las reglas y no se prohibe lo que no existe. En los años cincuenta del pasado siglo salían también mujeres nazarenas en secreto. Yo he conocido señoras que me decían: “mi padre me metía”.

–Reinas y amantes de reyes aparte, la sevillana por excelencia de estos años finales de la Edad Media es Catalina de Ribera, imagino.

–Sí, Catalina de Ribera es muy conocida por su hijo don Fadrique, pero lo cierto es que ella es la que gestionaba la economía de la casa de Medinaceli, entonces Casa de Ribera. Entre otras cosas tenía que llevar las almonas de Sevilla, que eran las más ricas de toda la Península Ibérica.

–Se refiere a la fábrica de jabón que estaba en lo que hoy es el Paseo de la O.

–Exacto, era una concesión real. Una almona tiene mucha gestión, tanto por la materia prima que necesita como el personal, los esclavos, los sueldos, la comida. Se hacían dos tipos de jabón, el blanco y el prieto, que era el negro. El jabón de las almonas de Sevilla era de mucha calidad gracias al aceite del Aljarafe. Se vendía en toda Europa. Era como el jabón Luxe de nuestra época, el bueno.

El jabón de las almonas de Sevilla era de mucha calidad gracias al aceite del Aljarafe”

–Un tema curioso que ha investigado es el de los santos favoritos de los sevillanos en esa época.

–Eso lo podemos saber por los nombres que se le ponían a los hijos. El preferido era Francisco, algo que se debía a la intensa labor de los franciscanos en la ciudad. También hay mucho Juan, un santo agrario asociado a las cosechas. Llama la atención que apenas hay ningún Isidoro, pese a ser un santo sevillano. Es el santo al que la ciudad le ha dado más la espalda, no así en León, la ciudad a la que fueron trasladados sus restos.

–Para comprender el papel de la mujer en la Baja Edad Media es fundamental estudiar los conventos. ¿Eran lugares de reclusión o centros de empoderamiento?

–Fueron centros de empoderamiento, por lo menos hasta que se impusieron los decretos de Trento, algo que en el Reino de Sevilla no ocurrió hasta el Sínodo de 1604. Antes hubo muchos intentos de meter a las monjas en las clausuras, de poner rejas cubiertas con paños. Pero las monjas necesitaban estar en contacto con la sociedad, con sus vecinos, y conocer las reglas económicas para conseguir recursos y gestionar su patrimonio. El propio rey Felipe IV se quejaba, en pleno siglo XVII, de la imposibilidad de someter a clausura a muchos grupos de mujeres religiosas. Con el siglo XVIII sí llegará el cierre.

–Hay toda una literatura de las trotaconventos y los diferentes personajes donjuanescos. ¿Eran los conventos lugares de perdición?

–No lo creo. Las monjas eran para la sociedad del momento un referente religioso, y si no cumplía bien su misión no se confiaba en ellas. Eso sí, hubo casos muy concretos y llamativos, como en todas partes.

–¿Había muchas monjas que se metían en los conventos para subsistir?

–No, porque para ingresar en un convento había que dar una dote, por lo que se debía tener recursos propios. Como dijimos antes, los conventos y monasterios se convirtieron en lugares de empoderamiento, sobre todo para las mujeres de linajes nobiliarios. Allí podían seguir llevando su estilo de vida y mantener sus redes de poder. El convento era un microcosmos que reflejaba la vida que llevaban sus linajes fuera de sus muros. Los conventos eran un símbolo de poder de determinadas familias nobiliarias.

–Aún hoy solemos decir que Sevilla es una ciudad conventual. Me imagino que todo esto viene de la Baja Edad Media.

–En ese tiempo había muchos conventos en Sevilla y, sobre todo, ocupaban un espacio muy amplio, porque además del edificio conventual tenían huertas y tierras en el interior de la misma ciudad. En un porcentaje muy alto, Sevilla estaba ocupada por conventos. Lo que hoy es la Plaza Nueva era solo el claustro del convento de San Francisco, que llegaba hasta el río.

–¿Cuáles eran los conventos femeninos más importantes?

–Dominaban las órdenes mendicantes, las franciscanas y dominicas. Tenga en cuenta que cuando se conquista el Valle del Guadalquivir, las formas monásticas como el Císter ya están en decadencia. Lo que está de moda son las órdenes mendicantes.

–Aclaramos que órdenes mendicantes son las que subsisten gracias a las limosnas de los demás. Son pedigüeñas, por decirlo de alguna manera.

–Empiezan pidiendo y muchas terminan siendo muy ricas. De hecho hay muchas voces discordantes a lo largo de la historia de estas órdenes pidiendo que se vuelva a la pobreza original.

La Catedral de Sevilla tenía sus propias prostitutas que se identificaban por un velo anaranjado”

–Hablemos de relaciones fuera del matrimonio.

–El sacramento del matrimonio no se va a cumplir de manera estricta hasta Trento, con lo cual había mujeres que vivían con sus parejas sin casarse. Y además lo reivindican. Van al notario y dicen: “Yo soy Ana García, mujer que vivo con este hombre y mi patrimonio es este”. Era una manera de que después no hubiese confusiones o le pudiesen limitar su libertad.

–Una especie de registro de parejas de hecho.

–Exacto. Sin un amparo masculino (padre, hijo, marido...) las mujeres no podían funcionar muy bien, pero mediante un amparo masculino no muy estricto se manejaban perfectamente.

–No nos olvidemos de las viudas.

–Su posición era la que le había dejado su marido. Estudié un caso muy importante, el de Brianda de Villavicencio, viuda de Hernán Ruiz Cabeza de Vaca. Cuando enviudó (muy pronto) empezó a sentir la presión social de que volviese a casarse. Para evitarlo se hizo tercera franciscana. Así podía ser independiente y gestionar su inmenso patrimonio.

–Después están las mujeres fuera del sistema, como las prostitutas.

–La Catedral de Sevilla tenía sus propias prostitutas que iban identificadas por un velo anaranjado. Las casas de la mancebía que eran del Cabildo Catedralicio exhibían en la puerta el símbolo de la jarra con las azucenas.

–¿En la documentación histórica hay rastro de lesbianismo?

–No hay rastro. Eso no deja huella. Hasta hace muy poco las lesbianas no eran identificadas socialmente. Dos mujeres que convivían no estaban mal vistas, como sí ocurría con los hombres. Sí hay rastro de la homosexualidad masculina. Por ejemplo, una de las cosas de que se acusa a los Templarios para disolver la orden era que practicaban la homosexualidad.

–Otro de sus temas de investigación ha sido el vino de Jerez en la Baja Edad Media. ¿Era ya la comarca de Jerez un sitio importante para el vino?

–Importantísmo, sobre todo por la exportación. Se mandaba vino a Inglaterra, Italia, Flandes... El vino llenaba las arcas del Cabildo de Jerez y de los jerezanos y jerezanas, porque hay mujeres implicadas en este comercio. A diferencia de lo que sucederá en época contemporánea, en la que el negocio está asociado a una serie de familias, los beneficios del vino rociaban a toda la población, porque no existía la gran propiedad, sino la mediana y pequeña viña donde tenía participación muchísima gente.

En Jerez se tuvo que prohibir que se aclarase el vino con yeso y cal, porque era “muy dañoso a los cuerpos”

–No eran los vinos generosos de jerez que hoy conocemos, elaborados con el sistema de criaderas y soleras.

–No, ese nace en el XVIII y, sobre todo, en el XIX. El de aquella época era un vino joven de añada, fundamentalmente tinto y blanco. El Concejo de Jerez (lo que hoy es el Ayuntamiento) tuvo claro que era un producto que había que proteger, de tal manera que se convirtió en una especie de consejo regulador y promulgó unas normas muy severas. Por ejemplo, estaba estrictamente prohibido aclarar el vino con yeso y cal, porque “era muy dañoso a los cuerpos”. Otro producto que se exportaba mucho eran las pasas. El principal fraude era mezclarlas con piedrecitas en la bota en la que se exportaban. Eso también se castigaba muy duramente.

–¿Quiénes eran las emparedadas?

–En principio una emparedada es una mujer que, por voluntad propia, para purgar sus pecados y llevar una vida cristiana modélica, decide encerrarse toda la vida en una dependencia con solo dos ventanas, una que da a una iglesia para seguir los oficios divinos y otra que da a la calle para ser alimentada. Pero ese modelo de reclusión, cuando se conquista Andalucía, está en decadencia, de tal manera que aquí las emparedadas no están aisladas, sino que viven en comunidad. Además, los emparedamientos no están cerrados y las emparedadas entran y salen...

–Vamos, que la cosa se había relajado considerablemente...

–De hecho, en 1490 se celebra un sínodo y en uno de sus capítulos se dice: “que nadie entre y salga en los emparedamientos bajo pena de excomunión mayor...”. Las emparedadas que yo he estudiado en concreto son señoras con un cierto nivel económico que tienen que gestionar un patrimonio, lo que les obliga a estar en contacto con la sociedad e ir a las escribanías públicas a protocolizar los negocios. Estudié un caso, el de Juana Cordero Menor, que tenía un patrimonio muy interesante, pero que le daba problemas. Tuvo pleitos que llegaron a la Chancillería de Granada. Pero cuando la autoridad municipal le iba a comunicar alguna sentencia, ella se metía en el emparedamiento y escuchaba detrás de la reja de hierro la sentencia. Quería dejar claro cuál es su condición socioreligiosa.

–Yo tenía la idea de que el emparedamiento era una especie de pena capital.

–Eso era en la Corona de Aragón, donde a la mujer adúltera se la castigaba emparedándola. Era una especie de cadena perpetua. Sabían que una emparedada había muerto porque dejaba de comer.

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