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Justicia y sucesos

Ricardi, el último borrón de la Justicia

  • El del portuense es un error irreparable: ha estado cerca de 13 años en prisión por una violación que no cometió.

Volvía a su casa, en Valle Alto, en El Puerto de Santa María, a las dos de la mañana de mediados de agosto de 1995. Tuvo que parar su moto: un montón de piedras colocadas en mitad de la carretera le impedían seguir. Había caído en la trampa. Estuvieron violándola durante más de tres horas. Tres interminables horas en las que dos encapuchados, uno alto y otro bajo, la sometieron a todo tipo de vejaciones. El más bajo, para colmo, intentó besarla. Fue el momento en el que ella pudo verle por unos instantes el rostro. Horas después, presentaba denuncia en la Comisaría. Dijo que uno de los agresores tenía algo raro en la vista y la Policía se acordó de un toxicómano que deambulaba por las calles de El Puerto, con un ojo estrábico, al que habían detenido alguna vez por cuestiones menores que no llegaron nunca a los tribunales. Por eso tenían su foto en los ficheros, la de El Caballito, como lo conocían todos. Y ella dijo que era él. Y Ricardi fue detenido ese mismo día bajo el puente en el que vivía desde hacía tiempo. De este modo, Ricardi cayó en otra suerte de trampa, más sutil, tejida por una sociedad que precisaba cuanto antes un chivo expiatorio para acallar la alarma. Porque ésta no era la primera violación por dos encapuchados que se registraba. Un mes antes, una joven había sido salvajemente agredida mientras estaba con su novio en la playa de La Calita. Así que la identificación de Ricardi fue providencial: autoridades y Policía creían que el caso estaba ya resuelto. Poco importaba que la investigación no hubiera sido todo lo minuciosa que se presupone en estos casos. Nadie tomó huellas de la moto de la joven ni de su casco, que el bajo se colocó tras arrancarle ella la capucha. Ella se limpió con una gasa en la que se hallaron restos de semen. Las pruebas toxicológicas eran entonces muy rudimentarias: no podía excluirse que fuera el ADN de Ricardi. "Pero tampoco el de media España", reconocería 13 años después la fiscal jefe de Cádiz. La alarma llegaba a su fin. Ricardi, defendido por un abogado de oficio, fue condenado.

Pero las violaciones seguían. El alto, al que aún no habían cogido, se habrá buscado otro compinche, pensó la Policía. Hubo hasta siete más y un intento. En el 99, Ricardi, ya entonces en la cárcel de Topas, "apremiado" para confesar su culpabilidad para lograr beneficios penitenciarios, cantó hasta la Traviata: sí, él había sido, aunque él no la había forzado, sólo se había masturbado delante y el que la había violado era un conocido suyo de hacía poco en la prisión. Nadie cayó en ese "de hacía poco", un detalle vital que revelaba que la confesión no era tal, que Ricardi no tenía nada que ver con aquella truculenta historia. Y se encargaron unos nuevos informes toxicológicos, que pusieron al descubierto la verdad: ese ADN no muy coincidente no pertenecía a Ricardi. Era el año 2000, Ricardi llevaba casi cinco años en la cárcel, y la Policía descubrió el garrafal error. Lo notificaron a la Fiscalía, a la Sección de la Audiencia que lo había juzgado, y a su abogado de oficio. Nadie hizo nada. "La víctima lo identificó plenamente", dijeron todos, sosteniendo que el ADN sería del otro, del que aún seguía libre. Ocho años más tuvieron que pasar hasta que en abril del 2008, la Policía detuvo a un individuo por abusos sexuales. El ADN lo delató: él era el dueño de ese semen atribuido a Ricardi. Él era el bajo. Al compinche, el alto, fue fácil cogerlo: estaba en la cárcel por otro asunto. Las pruebas genéticas involucraron a ambos en varias violaciones de las aún no esclarecidas, pero ninguna en común. La Policía ató cabos y anunció que esos eran los dos encapuchados, dos jerezanos con un amplio historial delictivo. Tampoco eso fue suficiente. Tres largos meses tuvieron que pasar hasta que la Fiscalía encargó unas nuevas pruebas. Y la teoría policial se confirmó. La excarcelación "inmediata" que reclamó la Fiscalía no llegó hasta más de quince días después. A final de julio El Caballito dejaba la cárcel de Topas, en la que una vez, desesperado, ató una sábana a los barrotes para quitarse la vida. Las rejas quedaban atrás pero él seguía siendo culpable. Hasta diciembre no se supo que el Tribunal Supremo aceptaba la revisión de su caso. Pero el suyo es un error irreparable. El último borrón que está tardando demasiado en limpiar la Justicia.

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