On Earth I'm Done | Crítica de danza

Desaparece el individuo, nace el rebaño

El bailarín portugués Marco da Silva Ferreira protagoniza en solitario la primera parte del díptico.

El bailarín portugués Marco da Silva Ferreira protagoniza en solitario la primera parte del díptico. / D.S.

Coreógrafo asociado al Cullberg (antes Cullberg Ballet), el sueco Jefta van Dinther, al que conocimos en este mismo teatro en 2015 con su obra Plateau Effect se presenta de nuevo en el Central con una oscura, compleja y grandiosa pieza de casi dos horas y media, dividida en dos partes, sobre el apocalipsis del mundo que vivimos y la hipotética creación de uno nuevo, sin duda mucho menos humano.

Desde el punto de vista formal, las dos partes son de una belleza impresionante, gracias sobre todo a una poderosísima iluminación y a un fondo sonoro que, sobre todo en la primera parte, te atrapa y no te da respiro hasta el final.

On Earth I’m Done comienza con Mountains, el primer solo de van Dinther para el Cullberg, creado en principio para la bailarina Suelem de Oliveira da Silva. En él se muestra a un individuo frente a una naturaleza incontrolable: un huracán que, desde un cielo improbable, va succionando implacablemente el último botín, los últimos despojos de un mundo vencido y sin esperanza.

Vestido con un maillot rojo, el portugués Marco da Silva Ferreira, con una enorme pértiga al principio y un movimiento continuo de contracción nos irá describiendo con la palabra -recitando y cantando decenas de adjetivos-, el mundo que ha conocido, mientras que con el cuerpo, sabiamente tamizado por la luz y por nuestro imaginario, gira, se aferra a los últimos vestigios y nos deja fugaces y simbólicas imágenes de nuestra cultura: un simio pre sapiens, un remero de galeras, Hércules, Ulises o Sísifo, el que comienza una y otra vez sus trabajos a sabiendas de su completa inutilidad. Una interpretación realmente impresionante la de da Silva Ferreira.

Al final, el hombre corre para subir a la montaña, iluminada su cara por dos focos que se cruzan en diagonal, pero el individuo no puede ya librarse de la destrucción. Por ello, en la segunda parte, desnudo en medio de un uniformado y mecánico rebaño, este no tendrá ya ninguna posibilidad.

En Islands, la pieza que cierra el díptico, el coreógrafo nos sitúa tras la lente de un microscopio para observar, en un espacio frío y gris, con una luz de laboratorio, un grupo de trece células vivas destinadas a crear un nuevo mundo.

Más fría y artificial que la primera parte, en Islands, como en cualquier fragmento de vida, sea del tipo que sea, observamos cómo las células se mueven, interactúan, se comunican entre sí, descubren con sorpresa la materia de que están hechas y evolucionan sin cesar –ahora son reptiles, ahora cuadrúpedos, ahora alcanzan la posición bípeda con un dinamismo casi violento…

El trabajo de los trece magníficos bailarines es absolutamente coral. Todos comparten el mismo tipo de movimiento, casi mecánico, y la energía que los mueve, aunque no hay unísono alguno hasta el final cuando, sentados en formación, son capaces de crear un organismo único que mueve sus manos –auténticos mudras- como una gran máquina capaz de producir… quién sabe qué.

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