Cultura

El paisaje, la piel y la pintura

  • Javier Buzón presenta en La Caja China una estupenda serie de obras en las que la materia pictórica misma se convierte en metáfora de la naturaleza.

Comparar el cuadro con un espejo no es nada novedoso. Ya lo hizo Da Vinci al recomendar al pintor que usara un espejo para apreciar mejor los defectos del cuadro. Más enigmática fue la expresión de Leone-Battista Alberti: pintar, decía, no es sino abarcar con el arte la superficie de una fuente. La pintura sería así reflejo de la naturaleza, pero también incluiría el rostro del pintor, nuevo Narciso. Las palabras de Alberti dan que pensar, porque ¿es el pintor mero observador de la naturaleza cuando diseña un paisaje?, ¿no ocurre más bien que al construirlo está trazando su propia imagen de la naturaleza? Y si es así, ¿no está retratándose él mismo al elegir el paisaje, seleccionar cuanto le conmueve o intriga, y darle forma?, ¿es entonces el paisaje eco de la relación que el pintor guarda con la naturaleza?

Estas ideas surgen al ver las obras de Javier Buzón porque en ellas sorprende la proximidad, la cercanía casi física que la mirada establece con la naturaleza. El paisaje suele exigir un distanciamiento. El pintor, para captarlo, se aleja del entorno natural elegido. La vista, la vedutta, supone una visión de conjunto. El autor se aleja por tanto del enclave natural para que la mirada pueda recorrerlo, hacerlo suyo y quizá apoderarse de él. Así parecen sugerirlo las señales de carretera que avisan de un cercano mirador: la cámara de fotos implica una visión alejada y también cierto afán de apropiación: el turista quiere llevarse el paisaje a casa. Quizá hubiera ese mismo afán en la perspectiva: ordenar el paisaje, distribuirlo geométricamente para hacerlo mío, dominarlo. En estos cuadros de Javier Buzón ocurre justo lo contrario. La cercanía entraña una mirada que más que apoderarse de la naturaleza busca una estrecha relación con ella, un contacto casi corporal. En tal sentido, si estos cuadros son paisajes-retratos, como sugerí antes, encierran ante todo una peculiar identificación del autor con la naturaleza: más que ordenarla, parecen decir que el pintor pertenece a ella, recordando la afinidad que hay entre la piel y la hoja, entre la carne y el matorral.

Pero esta afinidad no es una declaración literaria o filosófica: la hace presente la propia pintura. Sorprende que en algunas piezas de Buzón abunde la materia. La mirada atenta descubre sin esfuerzo que en ocasiones el objeto representado, helechos, hojas o ramas, se convierte simplemente en mancha o en grafismo, en pigmento acumulado por la mano del pintor. No es una deficiencia sino una inversión significativa: la pintura, en vez de representar literalmente el objeto, prefiere sugerirlo gracias a la ductilidad de la materia pictórica. El pigmento, por ser materia, se hace metáfora de la figura vegetal. Es una manera clara de mostrar la afinidad entre cuerpo y naturaleza, porque es el gesto, la mano del pintor, lo que deposita el color en el lienzo como si tocara la rama o la hoja.

En este modo de concebir el paisaje hay además una manera de concebir la pintura. Hace más de medio siglo, un crítico, Clement Greenberg, abría un debate al declarar que la pintura se definía esencialmente por su medio, el lienzo, que no era sino una superficie. La pintura era pues un arte bidimensional y la perspectiva tradicional, al abrir una engañosa tercera dimensión en el cuadro, traicionaba la pintura, convirtiéndola en teatro o escultura. Más tarde, en otros ensayos, fue mostrando cómo el itinerario de la pintura moderna era un lento regreso al rigor de las dos dimensiones. La propuesta de Greenberg era un alegato a favor de la abstracción, pero hizo ver que la pintura, mediante el color y el gesto, poseía posibilidades poéticas y constructivas que iban más allá de la descripción o la narración. Esto fue un acicate también para quienes no querían renunciar a la figura. Así se advierte en estas obras de Buzón: la sensualidad de los paisajes que están a ambos lados de la puerta de la galería, el eco de vanitas que late en las hojas secas o la densidad del bosque (a la derecha de estos últimos lienzos) se logran con una medida acumulación de capas de pintura: más que intentar reproducir fielmente el motivo, buscan construir en la superficie del cuadro una poética de la sensualidad, el vigor o la caducidad naturales mediante los valores plásticos del color. Los variados tonos azules que aparecen entre las ramas de algún cuadro, los rojos que de repente interfieren entre las hojas de otro o la delicada gama de tonos tierra de las hojas secas son otras tantas formas de una poética cuya fuerza se ha confiado en exclusiva a la pintura.

La pintura es así la clave de la muestra: dispuesta sobre el lienzo, su materia se convierte en metáfora de la naturaleza, trazando de ella una imagen que habla al cuerpo tanto como a la vista. Sin que medie narración. La pintura habla por sí misma.

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