José María Arenzana | Periodista

“La palabra contraria a fachoesfera es golfosfera”

  • Como reportero en África fue testigo del genocidio de Ruanda, experiencia que recoge en su libro ‘Cien días de fuego’

  • Ahora, presenta ‘Ficcionario’, un diccionario entre lúdico y lúcido

José María Arenzana

José María Arenzana / Juan Carlos Muñoz

José María Arenzana (Huévar del Aljarafe, 1959) conserva aún el entusiasmo por África. Lo demuestra en la Plaza Alfaro, cuando detiene el paseo para recrearse en una explicación sobre un tren que construyeron los italianos en la Eritrea colonial. “Aún funciona, parece de Marinetti”. Arenzana (vulgo Pepe y, en las redes, Pepe Masai) dejó el reporterismo africanista el día que comprendió que las revistas ya no querían saber nada en profundidad del continente, sino dónde se podía tomar el mejor daiquiri. Criado en los periódicos sevillanos, fue delegado de las revistas Diario 16 y Panorama en Andalucía. Gracias a esta última pudo cumplir un sueño de juventud: ser reportero en África. Pagó su peaje y fue testigo de una de las mayores carnicerías de la segunda mitad del siglo XX, un auténtico viaje al corazón de las tinieblas. Lo cuenta en su libro ‘Ruanda. Cien días de fuego’ (Ùltima línea), que quedó sin presentar por el covid (algo que finalmente ocurrirá el 5 de abril, coincidiendo con el treinta aniversario de la masacre). Más recientemente ha salido ‘Ficcionario’ (Última línea) un diccionario entre lúdico y lúcido en el que Arenzana juega con las palabras para deleite del lector. De ambos se habla en esta entrevista. Vecino del Barrio de Santa Cruz, Arenzana actualmente dirige en Canal Sur el programa Patrimonio andaluz y prepara un podcast sobre la historia vivida del rock andaluz.

–¿Del mismo Huévar?

–Del downtown de Huévar. Viví allí hasta los quince años, que llegué a Sevilla y estudié en los Maristas. Pero mi padre era de Salamanca y vino a Andalucía como médico rural. Su primer destino fue El Madroño, en 1953. Era de esos doctores que se montaban en un mulo y se recorrían las cortijadas. A todos mis hermanos nos influyó mucho. Tanto es así que yo soy el único que no soy médico. Mi padre, como todos estos médicos viejos, era muy sabio. Sabía detectar que un enfermo se iba a morir en tres días porque tenía las orejas transparentes.

–A usted le dio por el periodismo y ser reportero en África Negra.

–Desde niño siempre leí muchas cosas de los exploradores del XIX. Me impresionaban los reportajes de De la Cuadra Salcedo, González-Green, Leguineche. También Hunter S. Thompson..., el periodismo que tenía algo de aventurero y explorador. Un día me llamaron para ser el delegado en Andalucía de la revista Panorama, del grupo Z, que era un intento de hacer un Paris Match en español. Fue mi oportunidad de hacer lo que siempre había querido desde niño: conocer África como reportero.

–África no remonta. Vive momentos de esperanza, pero después vuelve a sumirse en agujeros cada vez más negros. ¿Cuál es el problema?

–El problema de África fue su colonialismo interruptus. Se abortó demasiado pronto, apenas le dio tiempo a fusionar la cultura propia con la de los colonizadores, que era muchísimo más avanzada. Las élites de esos países siguen siendo básicamente las mismas que existían en el siglo XVIII antes de la gran colonización. Digamos que se descolonizó peor de lo que se colonizó. Insisto: la descolonización fue peor que la colonización, salvando ejemplos terroríficos como el del Congo Belga.

–¿Cómo es el africano?

–El africano es un concepto inabarcable, como el europeo. ¿Qué tiene que ver un señor de Murcia con otro de Groningen? Los africanos son pueblos muy distintos con culturas muy distintas. Esto es muy importante comprenderlo para hablar de cuestiones relacionadas con África. Allí las sociedades son muy primitivas, sin darle a esta palabra ningún significado peyorativo. Cuando se llora se llora de verdad. Lo mismo pasa con la risa. En África Negra nunca verás a un niño llorando por una tontería. Si lo ves llorar es porque le está pasando algo muy jodido. Y cuando se ríe, se desparrama por el suelo. Lo apasionante de África es que las cosas suceden de verdad. Y con poco drama. Te puede morder una serpiente o comerte un león y no pasa nada. Forma parte de la vida. El ciclo de la muerte y la vida se observa allí muy bien. Volviendo a su pregunta, si existiese un hilo común para todos los africanos ese sería lo primario de las cosas. El mal existe allí en estado puro y cuando se asocia a la ignorancia se multiplica por tres.

–De hecho, como periodista, usted fue testigo del peor de los genocidios del siglo XX después del Holocausto. Lo cuenta en su libro ‘Ruanda. Cien días de fuego’. ¿Cómo llegó allí?

–En aquellos años 90 había muchos conflictos en África: Sierra Leona, Liberia o Somalia, que acabó en un auténtico desastre. Yo había estado trabajando en la zona varias veces. De repente estalló un conflicto en un pequeño país del que nadie sabía absolutamente nada. Las noticias y las imágenes que llegaban eran tremendas. Ya tenían que ser fuertes para que el periodismo internacional le prestase atención con la que había en Yugoslavia o en Somalia y el fracaso de la operación de los EEUU. No paraban de llegar las imágenes: cuerpos decapitados, embarazadas abiertas en canal, niños descuartizados... No había más remedio que acudir. Junto al fotógrafo Luis Davilla –con el que siempre trabajé en África– fuimos a Nairobi para, desde allí, buscarnos la vida y llegar a Ruanda.

El problema de África fue su colonialismo ‘interruptus’, se abortó demasiado pronto

–Lo que se encontró fue dantesco.

–Se calculan que fueron unos 800.0000 muertos en tres meses, aunque tuvieron que ser más.

–Lo más terrible es que fue a machetazos.

–Fue una matanza artesanal, no industrializada como las del nazismo o los campos de concentración comunistas. Eso lo hacía todo más cruel y primitivo. No había forma de mirar a ningún sitio donde no hubiera muertos. En el libro hablo del río Kagera.

–Esa parte es espeluznante.

–Toda la orilla estaba llena de trozos de cadáveres. Los veías caer por la catarata.

–David Rieff, en su libro ‘Una cama por una noche’ recogió el testimonio de un sacerdote anónimo: “Mi fe en Dios está intacta y no se ha resentido del genocidio de Ruanda. Pero mi fe en los hombres se ha hecho añicos para siempre”. ¿Y su fe en los hombres, cómo quedó?

–Yo no tengo fe en el colectivo de los hombres. Tengo fe en individuos concretos, tomados uno por uno. La humanidad es para tenerle pánico. Por supuesto, doy gracias a todas las personas que me permitieron estar y, sobre todo, me permitieron salir, en todos los conflictos en los que trabajé. En el camino y en medio del horror me tropecé con muy buenas personas. Es completamente verdad eso que suele decir Pérez-Reverte de que en las guerras uno se encuentra con lo mejor y lo peor del ser humano. Las situaciones extremas tienen eso. Siempre hay buenas personas, muy valientes y con una gran capacidad de sobreponerse al horror. Lo peor es la crueldad.

–¿Algún caso concreto?

–No quiero recordar casos concretos. Hubo situaciones muy terribles, en las que se actuó con una crueldad tan severa que todavía se me saltan las lágrimas.

–¿Por qué dejó de trabajar en este tipo de conflictos?

–En buena parte porque me di cuenta de que solo se puede escribir de ellos por acumulación. Si aquí decimos “me duele un horror la cabeza”, ¿cómo se puede describir con el mismo idioma el genocidio de Ruanda? Hay que recurrir a la acumulación: un horror-horroroso-terrorífico-brutal-salvaje... El lector termina harto de tanta mierda, no quiere seguir leyendo.

En el río Kagera la orilla estaba llena de trozos de cadáveres. Los veías caer por la catarata

–Hablemos del bien. De la gente buena que se encontró en estos conflictos.

–Se me viene a la cabeza la imagen de Sor Emmanuelle, una de las personas más influyentes en la Francia de entonces. La conocí en un basurero de El Cairo. Me dijo que necesitaba retirarse a un monasterio para rezar mucho por los jóvenes de Europa, porque habían perdido la cabeza y el espíritu. Ella no veía a gente deprimida en el basurero de El Cairo.

–Usted tendrá un doctorado en miedo.

–El miedo es una herramienta de control. Esto lo saben tanto las élites de allí como las de aquí. Lo hemos visto con el covid. Azuzar el miedo desde fuera es una canallada. Además, es un método muy peligroso, porque cuando arrinconas a la gente contra la pared unos se someten, pero otros terminan por saltar. Eso es lo que pasó en Ruanda.

–Se ve que no tiene usted una buena opinión de las ONG y su papel en África.

–No quiero frivolizar con este tema, pero hay que tener en cuenta que las ONG son empresas cuya primera misión es subsistir y prolongar su actividad. Además son una lavadora de conciencias y una impostura permanente para justificar otras cosas. Esto pasa muchas veces de forma inconsciente. Con las ONG hay que hacer eso que antes ponían en las cárceles: “Odia el delito y compadece al delincuente”. Yo no cargo contra los tipos de la ONG, pero sí contra esa misión que tienen autoencomendada. Y no lo digo yo, sino los grandes que han pensado sobre estas organizaciones. Nos lo cuentan en libros como El espejismo humanitario, de Jordi Raich (ex director de MSF-España, hoy director de Cruz Roja Internacional para México área del Caribe); Reflexiones sobre la guerra, el Mal y el fin de la historia, Bernard-Henri Levy (polémico filósofo francés) o cualquier cosa que encuentres de Michael Ignatieff (escritor e historiador canadiense muy insistente con estos temas).

–¿Qué cuentan básicamente?

–En estos libros se plantean los dilemas morales de las ONG, que son terribles. No saben por dónde salir y en Ruanda lo vieron claramente. Allí se enfrentaron a la realidad de que estaban alimentando y cuidando la retaguardia de un ejército de genocidas, que estaba matando a 800.000 personas a mano. Algo totalmente despreciable. Decían que estaban salvando vidas de personas que lo que querían era recuperarse para volver a matar gentes.

–Cambiemos de tercio radicalmente. Me gustaría hablar de su nuevo libro, ‘Ficcionario’, totalmente distinto del de Ruanda. Es un diccionario entre lúdico y lúcido en el que se juega con los términos y sus definición. Por ejemplo: “Sal: imperativo potásico” o –este es mi favorito– “Archivo: voz de mando utilizada en el batallón de cabritos y cabrones”.

–Hay una gran tradición en este tipo de libros desde el siglo XIX. La crítica literaria le llama humor lexicográfico. Ahora mismo se me vienen a la cabeza José Luis Coll o Francisco Umbral. Ficcionario lo empecé a escribir tras un golpe de sordera súbita que me dejó bastante aislado. Responde a una necesidad de comunicarme. De las palabras, más que la letra, me ha interesado mucho su música: el Songoro Cosongo de Nicolás Guillén y esas cosas.

–¿Siempre le gustó el juego con las palabras?

–Todo idioma es un juego de palabras. Una de las razones por la que a los adultos les cuesta tanto aprender idiomas nuevos es porque han perdido la ilusión por jugar. Ahora, si me dejan, quiero aprender la lengua suajili con unas monjas tanzanas del convento de San Leandro. Es un idioma que me encanta, muy eufónico.

No se puede cargar de fuerza peyorativa a determinados vocablos para anular al adversario

–Es usted un chico jugador del lenguaje.

–Incluso puedo escribir falsificaciones de textos de García Márquez o Jorge Amado, a los que he leído a fondo. Soy capaz de descubrir su truco, su música. Cuando veo una frase atribuida a García Márquez o Pérez-Reverte sé distinguir si es falsa o no por su música.

–¿Y que tiene la música de las palabras que tanto le interesa?

–En la música se encuentran muchos secretos. Ahí están las palabras llamadas fonosimbólicas, aquellas que quizás contienen el significado de la cosa nombrada.

–¿Por ejemplo?

–Ca-ta-ra-ta... ¿no parece que está cayendo? ¿Por qué lo blaaandooo se llama blando? Existe una música. Hay un ejemplo que no tiene que ver con el sonido. Para describir los destellos que hacen los luceros lo llamamos titilar. Le estamos otorgando un valor fonético al destello: ti-ti, ti-ti..., aunque la realidad es que los destellos no emiten ningún sonido.

–Es un debate viejo el de si las palabras son meras convenciones entre seres humanos (se deben simplemente a la costumbre y el uso) o si contienen el significado de la cosa nombrada.

–Esta discusión filosófica de 2.500 años de antigüedad se inauguró con el famoso diálogo platónico entre Crátilo y Hermógenes . Y hoy en día todavía no está resuelto. Es prácticamente imposible conocer el big-bang de la palabra, cuándo nació. Nadie da con la tecla.

–Jugar con las palabras es un juego divertido. Pero últimamente da la sensación de que se le está faltando el respeto a las palabras.

–La intención básica de este libro es reivindicar el valor de la palabra. En eso sigo a Giovanni Sartori, que siempre exigió respeto por las palabras, especialmente en las democracias. No se puede cargar de fuerza peyorativa a determinados vocablos para anular al adversario. Esto es lo que está sucediendo hoy en la política española.

–¿Qué le parece la palabra fachosfera?

–Tiene su gracias y podría entrar en el Ficcionario. También golfosfera, que es la palabra contraria a fachosfera. El problema es cuando estas palabras las usa el presidente del Gobierno. Entonces, deja de ser un juego para convertirse en una manera de señalar y dividir.