Cultura

El trance salvaje

  • Swans, la banda de Michael Gira, ofrece un imponente directo en el Teatro Central

No se llenó el Central -y surge una pregunta: ¿si no con Swans, con qué?- pero más allá de las complejas cuando no insondables inercias del público sevillano lo importante es que el teatro de la Cartuja acogió el domingo el que será sin duda, tanto por el desarrollo del concierto como por la dimensión artística del mismo, uno de los grandes hitos (no sólo) de esta temporada musical. Excepcional en toda la extensión de la palabra, la visita de Michael Gira, uno de los creadores más personales, intrigantes, consecuentes y radicales del rock contemporáneo, está llamada a grabarse en la memoria de los 400 aficionados que acudieron allí con el reclamo de The Seer, el álbum que el grupo neoyorquino publicó el pasado agosto.

Un disco que ha venido a señalar el renacimiento creativo de la mítica banda (mucho más que el anterior My father will guide me up a rope to the sky, estupendo pero algo errático) y a la vez supone la culminación hasta la fecha de la exploración conceptual-visceral de Michael Gira. Hablamos de un músico que desde la vertiente más esquinada e inclasificable del post-punk, con un fuerte anclaje en el arte de los años 70, se ha afanado durante más de tres décadas en acercar y la vez difuminar los extremos del abismo incierto que separa la belleza y la violencia; una indagación que apela a los instintos perversos y oscuros y que -aunque ha encontrado estaciones intermedias en (relativa) calma como Angels of Light, el proyecto con el que ha peinado el imaginario folk añadiéndole gotas de veneno y un velo de extrañeza- parte siempre de una concepción de la vanguardia como método para liberar esa clase de aullido primordial que la rutina y la educación sofocan.

Catarsis, pues. Pero sin concesiones. Ni una, y la noche del domingo quedó más que claro. Swans vive ahora un curioso fenómeno de enaltecimiento crítico, uno de esos dichosos hypes, lo cual no es malo, porque sobran los argumentos para defender la grandeza y la insólita ambición de The Seer, pero puede también inducir a algún malentendido, porque no es un disco fácil, de hecho su escucha resulta en principio justo lo contrario e incluso intimida y llega a parecer impenetrable, exige cierto esfuerzo, una actitud dispuesta a soportar la brutalidad de su sonido que por momentos perturba y amenaza, en efecto, con expulsar al oyente. Pero cuando se vence la (natural) resistencia a tal crudeza, a tamaña oscuridad, a la obsesión enfebrecida con la que sus intérpretes, más que tocar, parecen inmolarse, como dio a veces la impresión este domingo en Sevilla, entonces la música entrega su recompensa: ahí ocurre la hipnosis, el trance, algo de repente muy parecido, en medio del caos de disonancias apocalípticas, de las texturas abrasivas y del ruido salvaje, a una epifanía de pureza, paz y liberación.

Todo esto puede parece un mero ejercicio de estilo a mayor gloria del genio semisecreto. No es la idea. Pero es difícil, en realidad imposible, contar la experiencia, se diría que hasta la aventura del alma, que significa presenciar un concierto de Swans, porque de lo que se trata, en todos los conciertos pero en éste de manera aún más apabullante, es de sentir la música, de relajar los hombros, fijar la mirada en un punto cualquiera y entregarse a una densidad sonora, física, que conmueve y -literalmente- sacude.

Tras el hermoso prólogo de Sir Richard Bishop, y con Gira ejerciendo plenos poderes como conductor de la ceremonia del éxtasis (imposible obviar la fiebre espiritual, puramente trascendental de sus composiciones), imponiendo a sus cómplices un poco más de vértigo aquí, un ritmo sostenido allí, un subidón de decibelios allá y después -pongamos- un moroso interludio de calma siempre tensa para recobrar el resuello, el concierto privilegió la cara más demoledora y agresiva de su música, ésa que va generando drones (notas repetidas en bucle) que forman bloques de sonido compactos en la onda más o menos cacofónica de compositores como Glenn Branca -especialmente de obras de éste como Hallucination City, su sinfonía para cien guitarras eléctricas-, bloques con cuyos volúmenes juega el oficiante de esta apoteosis de lo que a veces pareció, y quizás sea, un desfigurado, hiperbólico y tan sofisticado como elemental blues del siglo XXII para el final de los tiempos.

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