Cultura

Balada Heavy

  • María José Gallardo ha instalado en el CAAC dos retablos compuestos de numerosos cuadros que evocan las cámaras de maravillas que fueron el precedente de los museos actuales

Desde mediados del siglo XVI y hasta bien entrado el XVIII, la literatura emblemática procuró encauzar la moral de los cortesanos y la educación de los príncipes mediante el atractivo didactismo de las empresas o emblemas. Cada emblema constaba de una imagen grabada, una frase o leyenda generalmente escrita en latín y unos versos o unas pocas líneas de texto en prosa que aclaraban el sentido tanto de la imagen como de la leyenda. María José Gallardo recoge parte de esa herencia olvidada en su exposición en el CAAC y la mezcla con algunos géneros de la pintura donde el símbolo y lo simbólico tienen arraigo: exvotos, relicarios, blasones, árboles heráldicos, cuadros de santos o adivinanzas visuales. A esto hay que sumar los valores simbólicos del bodegón o la figura y hasta los cuadros que documentan posibles colecciones museísticas. De todo ello podemos encontrar rastro en las dos obras que ha instalado en las dependencias cercanas de la capilla de Afuera del monasterio de la Cartuja. Más que instalaciones, son retablos compuestos de numerosos cuadros que se disponen y extienden por las paredes de forma aparentemente desordenada pero dentro de unas pautas rítmicas que marcan la composición y hasta la temática de la obra. Algo tienen estas piezas del recuerdo de las Wünderkammer o cámaras de maravillas, donde se recogían y coleccionaban objetos de valor, raros y curiosos, y que fueron el precedente de los museos actuales.

No es la primera vez que María José Gallardo hace una instalación con cuadros. Ya lo hizo en la galería Delimbo hace un par de años con una muestra en la que dominaba la idea y la iconografía de la muerte. En las de ahora, y teniendo en cuenta que cada cuadro podría funcionar como pieza aislada y, de hecho, pertenecen a series distintas, es difícil encontrar un sentido único porque las relaciones que se establecen entre las piezas son tantas y tan cambiantes dependiendo de la dirección en la que se recorran, que los sentidos se multiplican.

En la mayor de las piezas, la instalada en la antesala del despacho del rey, la figura de una guerrera rubia en la parte de la izquierda nos introduce en la historia. En su mano derecha porta un arcoíris mientras la izquierda empuña el mango de su espada. En la parte superior se instala la leyenda latina "Non sine sole iris" (sin sol no hay arcoíris) que también da título a la muestra. La figura es una versión muy libre del extraordinario retrato de la reina Isabel I de Inglaterra, la reina virgen, debido probablemente a Isaac Oliver, discípulo de Nicholas Hilliard, el más famoso de los pintores isabelinos. En el retrato, la reina es el sol que sostiene el arcoíris como señal de paz y prosperidad en su gobierno, porque entonces se sabía que el arcoíris era la señal del pacto que hizo Dios con Noé tras el diluvio. Es, evidentemente, un retrato propagandístico e intimidatorio del poder de la reina, que todo lo ve y todo lo oye, como indica su vestido estampado con múltiples ojos y orejas. La figura del cuadro de María José Gallardo es también una figura de poder e igualmente intimidatoria. La heroína de los tebeos de chicas de los sesenta y setenta se ha convertido en la vengadora o justiciera de una época fuera de la historia, que recrea una especie de fantasía gótico-medieval que pudiera estar sacada de la portada de un disco de gothic o death metal. A partir de ahí se suceden los encuentros con elementos de la cultura popular y las referencias cultas en cuadros de diversos temas y formatos en un conjunto que tiene un aire como de leyenda o balada folklórica con atrezo rockero. La obra acaba en la parte superior derecha de la pared lateral de forma abrupta con un cuadro de esquina en el que se representan distintos animales bajo unas letras góticas que dicen: Pinto lo que me da la gana. La frase no deja dudas de la intención de la artista pero el sentido último de la obra se nos escapa, quizás porque el lenguaje de los símbolos codificados se ha perdido en buena parte y hoy sólo pueden funcionar como citas o como el eco de una lengua muerta. Hay tantos símbolos en la obra que sus significados pueden ampliarse, enredarse o anularse dependiendo de la capacidad de leerlos del espectador, pero, en cualquier caso, siempre queda el rastro de algo misterioso, de un gigantesco emblema del que ha desaparecido la explicación y que funciona también como gran friso decorativo por el ritmo ornamental conseguido en el montaje de la obra.

La otra instalación es más sencilla y lineal. Alrededor de la escultura de la Inmaculada que está en la antigua sacristía de la capilla de Afuera, Gallardo ha dispuesto una serie de cuadros dorados. En todos ellos se representan animales o bien detalles anatómicos del cuerpo humano. Por el mismo tratamiento de todas las piezas, más que una serie es una colección de obras que cantan las glorias de la naturaleza puesta a los pies de la madre del dios creador.

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