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Cultura

Espacios que abre el arte

Entre paisajes. Colección de Arte del Banco Sabadell. Fundación Valentín de Madariaga, Avenida de María Luisa, s/n. Sevilla. Hasta el 6 de febrero.

Cualquier aficionado al arte agradece ver una obra temprana de Tàpies y esa oportunidad brinda la colección del Banco Sabadell. Es sólo un papel, pero muy significativo. Tàpies, tras las obras expuestas en Barcelona en 1950, tan duras como el collage de Arroz y cuerdas, acomete trabajos muy pictóricos: como paisajes, recuerdan a ciertas obras de Max Ernst y en ocasiones (ésta es una de ellas) incorporan las enigmáticas figuras de grandes ojos, metáforas del artista, y la doble luna, de luz y de sombra, testimonio del vigor conservado por el surrealismo catalán, pese a la guerra civil. La pieza está fechada en París y en 1951, ciudad y año en los que Tàpies conoce a Picasso. Al margen de esto, el pintor catalán vive un momento crucial: decide abandonar tanto esta poética surrealista como su proyectado arte crítico contra el franquismo. Las fotos de graffiti hechas por Brassaï son una de las razones del doble abandono que lo conducirá, en 1954, a un arte donde la materia tendrá fuerte presencia. El breve paisaje de esta colección, gouache sobre papel, cobra así el perfil de obra fronteriza.

El espacio fantasmático que abre la obra de Tàpies contrasta con el que, exacto y dinámico a la vez, sugiere, en la misma sala, el cuadro del Equipo 57, y con la evocación, lírica y conceptual a un tiempo, de Perejaume: sus perfiles de madera dorada aluden simultáneamente a las luces de las lindes del día y a las del marco tradicional que delimita la pintura, como si el horizonte fuera un parergon que abre el paisaje al caminante. Esta sostenida reflexión sobre el espacio hace que la obra de Cristina Iglesias (de la colección Madariaga, no de la del banco), presente en la sala, adquiera pleno sentido porque la muestra, más que con el paisaje, se relaciona con los diversos espacios que puede abrir el arte.

Así se advierte en el diálogo que mantienen un gran dibujo de Carmen Laffón, de la serie dedicada a la viña, y una severa pieza de Susana Solano. Las espuertas trazadas por Laffón surgen del fondo blanco, afirmando su condición de objeto no sólo por su forma, sino por la materia del grafito que las modela, mientras que La piel de nadie de Solano convence de que la pintura es pigmento, materia que cubre una superficie transformándola y transformándose.

Materia, pintura y espacio confluyen con singular fuerza en el gran tríptico de Hernández Pijuan, Campo pintado de blanco. Sucesivas capas de óleo se acumulan sobre el soporte, siendo el blanco un denso velo rítmicamente marcado por el gesto que, con líneas o breves muescas, señala la profundidad física de la pintura. Es una metáfora del paisaje que se ofrece más al tacto que a la vista y que hace pensar en aquella observación de Adorno relativa a la pintura abstracta: las grandes obras herméticas se parecen sobre todo a sí mismas. El cuadro, en efecto, despierta en el espectador, como ciertos enclaves naturales, la conciencia de ser cuerpo. Pero no lo hace por su similitud con el paisaje sino por la densidad de su materia y la vivacidad de sus ritmos.

En otra dirección aunque con análoga inquietud espacial, se sitúa el lienzo de Luis Claramunt (aún no se ha revisado como merece la obra de este autor fallecido tempranamente en diciembre del año 2000): los suaves matices del pigmento se agitan por breves figuras, casi grafismos, que remiten, no sin ironía, a algún lance taurino. Diferente carga espacial posee la contribución de José Pedro Croft: un sutil trampantojo cuya engañosa profundidad contrasta con la escueta escultura de Sergi Aguilar colgada enfrente, en el patio.

También las fotografías que integran la colección encierran reflexiones espaciales: recodos de la memoria (Bleda y Rosa), lugares que propician la mirada (Soto, Malagrida), entornos virtuales que a partir de una topografía militar construyen formas pictóricas tradicionales (Fontcuberta). El trabajo de Carmela García, Embarcadero, tiene esa rara virtud que convierte una escena aparentemente trivial en el instante de un mundo específico formado por las mujeres que lo comparten. La imagen posee la densidad precaria del fragmento.

Colecciones de esta índole son siempre problemáticas. Las firmas les garantizan la solvencia a la que deben aspirar, pero las ponen siempre en peligro de perder su coherencia. La muestra, sin embargo, señala que en este caso tal riesgo se ha neutralizado, aunque algunas piezas, separadas de las series de las que forman parte, se antojan huérfanas y sólo hablarán con claridad a quienes conozcan tales conjuntos.

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