La ciudad y los días

Carlos Colón

Hambriento de cercanía

EN San Lorenzo Dios siempre escribe derecho sobre renglones torcidos. Renglón torcido pudo ser la necesidad de pintar la Basílica en noviembre de 1996. Pues Dios escribió derecho sobre él dándonos al Señor en la proximidad del atrio, devuelto a la espléndida peana de su antiguo altar de novena, como si hubiera sonado la una y media de la madrugada en el reloj de la torre y quisiera echarse a la plaza -porque el Señor no sale: se echa en los ojos, los brazos, los corazones y las memorias de los sevillanos- o si acabara de entrar cara a ese pueblo que cada año lo despide diciéndole con sus miradas lo que escribió Pascal cuando vio a Dios cara a cara: "Señor, ¿me vas a dejar ahora?".

Renglón torcido pudo ser la necesidad de restaurar la Basílica y dotar de medidas de seguridad al camarín. Pues Dios escribió derecho sobre él dándonos el luminoso traslado a Santa Rosalía del 27 de abril de 2008, la íntima estancia del Señor en la hermosa iglesia de las monjas capuchinas y el conmovedor regreso a su casa del 14 de noviembre en la que muchos vieron por primera vez, cuando atravesó la parroquia en la que vivió entre 1702 y 1965, la antigua estampa del Gran Poder saliendo de San Lorenzo.

Renglón torcido pueden ser las sencillas obras de mantenimiento del camarín. Pues Dios escribe derecho sobre él dándonoslo en el presbiterio, sobre las andas de sus traslados extraordinarios. Ayer se llevaron esta alegría cuantos acudieron a verle y lo encontraron tan próximo como el Gran Poder siempre quiere estar y sus devotos tenerlo. ¡Qué hambre de cercanía tiene este Señor del Gran Poder! ¡Con qué muda fuerza pide suelo para tomar en sus manos la cruz de besos que carga en la Madrugada! ¡Con cuánta determinación pide paso para darse a la calle como si lo acabara de bautizar el Bautista y se echara a andar por los campos de Galilea!

Estaba espléndido ayer por la mañana. Bien me lo dijo quien bien lo quiere: no necesita Cayetano de Acosta ni Guzmán Bejarano este Señor nuestro, Él se basta para llenarlo todo. Y era cierto. Como todas las mañanas, Miguel Martín había dejado franciscanamente abierta una hoja de la puerta para que el canto de los pájaros alabara al Señor. Los devotos se encontraban con Dios perdiéndose en Él. Y el Señor resplandecía en el gozo de su cercanía. Fuera, el verano impaciente convertía los árboles en pilares y sus ramas en bóvedas con nervaduras de hojas. El reloj de la parroquia iba dando las horas sólo para humillar al tiempo, que allí es el Dios y no el de los hombres. Porque en San Lorenzo todo es un milagro delicadamente inserto en lo cotidiano.

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