Cultura

Adiós a Enrique Morente

  • Su mejor legado es una actitud, una forma de entender el arte y la vida que se resume en un lema: “ates morir que perder la vida”

Fue el lunes 13 de diciembre de 2010, hacia las cinco de la tarde. La noticia fue sin duda la más lamentable que aconteció en este arte, no sólo a lo largo de 2010 sino en muchos años, décadas. La noticia es, quizá, la más terrible que se ha dado en la historia del flamenco, tanto en lo subjetivo como en lo objetivo. En el primer caso porque éste es nuestro tiempo, Enrique Morente era un amigo entrañable, y todos nos sentimos huérfanos sin él. Como dijo José Mercé con motivo de la desaparición del maestro, ser amigo de Morente no tenía mérito alguno, porque el de Granada atendía a todo el mundo. Lo cual no quiere decir que no tuviera enemigos, y enconados.

Enemigos que trataron de hacerle la vida más difícil hasta la hora misma en que se fue. Y para los que al día siguiente, con su desaparición física, ya era un inmortal de este arte, un antes y un después en la historia del flamenco, una figura única, irrepetible. Por la memoria del maestro que sus amigos no olvidaremos. Pero también en el segundo, en lo objetivo. Y me explico. Es cierto que Camarón murió con 42 años, bastante más joven que el granadino. Pero no es menos cierto que aquel había dado ya todo de sí, había cerrado su obra en gran medida, y los hipotéticos productos futuros que se hubiesen sucedido de no mediar la desgracia, no iban a afectar cualitativamente a su enorme contribución a este arte. No podemos decir lo mismo de un Morente que a los 67 años estaba en plenitud de facultades físicas y mentales y en uno de los momentos de creación más dulces de su carrera. Así lo constataremos en unos meses cuando se publique El barbero de Picasso, el disco que estuvo grabando hasta justo el día anterior al de su operación en la Clínica de la Luz, convertido ya en su obra póstuma. Alguno me dirá que la muerte de Chacón fue sin duda más trascendente para la historia de este arte pero debo refutar y refuto con el argumento de que, además de la merma física que por entonces aquejaba al cantaor jerezano, en los años veinte la media de edad de los fallecidos era aún menor que la de nuestro genial creador, configurador definitivo de este arte, fallecido a los 60 años cuando tenía que cantar en falsete y apenas podía subir una escalera por la obesidad que padecía, que degeneraría en arteriosclerosis.

Tal vez podríamos traer a colación las juveniles muertes de genios en ciernes de este arte como el Canario o el Corruco de Algeciras como únicos precedentes válidos, por limitarnos exclusivamente al cante, pero tampoco se trata de establecer un ranking. Lo que si puedo decir con todas las palabras es que es la noticia más terrible que he tenido que escribir jamás. Enrique deja atrás una obra tan imprescindible como extraña en la historia de lo jondo que aúna tendencias tan diversas como San Juan de la Cruz y Sonic Youth, Miguel Hernández y Leonard Cohen, Al-Mutamid de Sevilla y Pat Metheny, por enumerar sólo seis influencias extraflamencas en su obra. Pero su mejor legado, por supuesto, es una actitud, una forma de entender el arte y la vida que se resume en un lema “Antes morir que perder la vida”. El maestro se ha ido, se fue. Pero vivió. Vivió cada segundo, siendo fiel a sí mismo.

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