La Bocamanga

El vacío

Vacío queda un paso mientras el titular no es subido, vacía la iglesia cuando el último nazareno sale para la estación de Penitencia, vacías las trabajaderas tras la mudá de vuelta, vacía queda la calle cuando la cofradía ha pasado e igualmente vacía queda Sevilla entera de sí misma tras darse en los días de la Semana Santa al acabar el Domingo de Resurrección. ¿Qué es el vacío sino la huella de lo que ha pasado? Por eso, tras dos años de pandemia, esta cuaresma vamos a tener llenos de vacíos nuestros días, vacíos forjados a lo largo de años de vivencias que habrán ido dejando huellas, leves unas y profundas otras, que ahora se harán notar reclamando los ayeres que fueron.

Muchas caras y muchas manos en sitios y horas que siempre se repetían, casi sin hacerse notar incluso, pero que ahora van a reclamar la justicia de un pasado en el que fueron imprescindibles para quien los eche en falta. Cuánto nos ha robado el dichoso virus y cuánto el tiempo que ya se fue. Dos años nos habrán dejado pronto sin el caramelo inconfundible que una mano aparentemente anónima ya nunca más dejará vestida de nazarena en el mismo sitio de todos los Domingo de Ramos, sin la mirada cómplice de quien no conocíamos más que por coincidir ante el paso por la estrechez imposible que abraza en luces y sombras de candelería la blanca cal de los muros cada Lunes santo, sin esa señora somnolienta al acabar el Martes Santo en el balcón que este año no se abrirá para ver pasar la gracia de Sevilla bajo palio, vacío en la nómina del tramo en el que nos faltará ese hermano nazareno del que, sin saber siquiera su nombre, recibíamos la ayuda imprescindible de colocarnos bien el antifaz por detrás al cubrirnos en el templo antes de la salida, pues es lo que tiene el ser números allegados en el orden de la cofradía y repetir ordenada y calladamente el ritual tantos años.

Habremos perdido pronto a la hermana que llevaba toda una vida limpiando besos en la mano de la que fuera su Esperanza, a la que tras la mesa de recuerdos dejaba disimuladamente la moneda que compraba la estampa que un chiquillo se había llevado sin saber que debía ser pagada. Habremos perdido la mano que ponía el alfiler clave en el tocado de la Virgen o la que con precisión de relojero afinaba el candelero fundido -hacia el coro…más hacia el coro… bueno- en los días de vértigo del montaje del palio. Vacío que, al preguntar por alguno en alguna hermandad, será descubierto en la procesión de los callados para siempre, señal inequívoca de que, a pesar de que nadie es imprescindible, las hermandades las conforman sus hermanos y ese es el mayor patrimonio que atesoran. Y habrá vacíos en los repartos de papeletas, vacíos de nombres ya nunca más escritos en ellas. Igualmente, vacíos en las cafeterías de esas tardes que muchos recuperan cuando vuelven al centro de Sevilla por estas fechas que se avecinan buscando espartos, capirotes o sandalias, vacíos que nunca más llenarán los azahares con su aroma al llegar la primavera. Polvo somos y al polvo hemos de volver, que nuestro vacío en el mañana sea recuerdo de un ayer pleno para que alguien pueda ponerle nombre.

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