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Agricultura y pesca

El papel de las cooperativas en el nuevo sistema agroalimentario

Jerónimo Molina Herrera

Presidente de FAECA

Durante quizá demasiado tiempo, la percepción social de las cooperativas agroalimentarias ha estado ligada a la imagen de atraso del campo español, tanto desde la opinión pública como desde la óptica de la mayoría de los analistas económicos y hasta de los responsables políticos. Se ha entendido, equivocadamente, que el cooperativismo era el hermano pobre de la economía, propio de actividades marginales ajenas al mercado y a la productividad de los sectores de vanguardia, como la industria o los servicios. En aquellas zonas rurales donde una empresa mercantil no tenía sentido ni se esperaba que fuese rentable, allí se asentaba una cooperativa, como un elemento más del paisaje.

Esta imagen responde más al propio subdesarrollo de las estructuras sociales -no sólo cooperativas-, en general, y a la instrumentalización que durante largo períodos de tiempo han hecho las diferentes administraciones públicas de las cooperativas, en particular, que a la realidad del mercado. Lo cierto es que, a grandes rasgos, el cooperativismo es tan viejo como la propia economía capitalista, pero también puede llegar a ser tan "moderno" como aquélla. Sin duda, el modelo cooperativo ofrece soluciones eficaces a la nueva conformación del sistema agroalimentario mundial, y hay ejemplos sobrados de ello, sin ir más lejos, en el contexto europeo. Muchas de las grandes multinacionales de comercialización de nuestro entorno tienen una base cooperativa, formada por miles de productores que, de no integrarse en esas estructuras, serían expulsados del mercado. En Andalucía, el reto al que se enfrentan las cooperativas agroalimentarias es precisamente ése: poner en práctica las potencialidades que le ofrece la caja de herramientas cooperativa para garantizar la viabilidad de nuestro sistema productivo.

El modelo cooperativo fue tomando forma en el siglo XIX, como única alternativa viable para algunos de los agentes que salieron peor parados del nuevo orden económico que se estaba gestando (fundamentalmente pequeños artesanos y propietarios agrícolas). En el ámbito del sector agrario, las cooperativas surgieron como respuesta a los cambios en el comercio internacional de la segunda mitad del siglo XIX. Muchos pequeños agricultores se vieron obligados a unirse para asegurarse tanto los insumos que necesitaban como sus propias rentas, comercializando la producción en común. De lo contrario, se habrían visto obligados a vender su fuerza de trabajo como jornaleros para los grandes terratenientes, o directamente a emigrar a las zonas industriales.

Más recientemente, en las últimas décadas del siglo XX, las cooperativas sirvieron, además, para fomentar la exportación e incrementar el valor añadido de las producciones agrícolas y, por tanto, la rentabilidad de la inversión de los socios. De comercializar en origen se pasó a envasar y transportar las cosechas por iniciativa propia y a vender directamente en los mercados consumidores, tanto nacionales como de exportación. Esa orientación al mercado, aunque todavía incompleta, sirvió también para que las cooperativas actuaran como catalizadoras de la innovación tecnológica y de la capitalización de las explotaciones. Los socios cooperativistas, trabajando conjuntamente, pudieron acceder a una información (preferencias de la demanda, nuevas estructuras y métodos productivos) y a un músculo financiero imprescindibles para garantizar su competitividad en un mercado cada vez más exigente. 

Las reglas del juego han vuelto a cambiar, y el modelo cooperativo está demostrando que es capaz de responder exitosamente al nuevo reto que se le plantea. La evolución de los hábitos de consumo, de los canales de comercialización y de la gran distribución minorista exige un nuevo salto evolutivo en el cooperativismo. Actualmente, es imposible que un agricultor individual (ni siquiera un latifundista a la vieja usanza) pueda actuar como proveedor de ninguna empresa de distribución. Pero el problema de la dimensión no reside sólo en la necesidad de acumular grandes volúmenes de producción, sino en que esos volúmenes tienen que llegar al mercado en tiempo y forma. Es decir, tienen que contar con una oferta diversificada y someterse a un calendario de entregas (y, por lo tanto, organizarse mejor) y salir de la cooperativa bajo nuevos formatos y presentaciones, muy alejados de la producción a granel de antaño (y, por lo tanto, requieren un proceso intensivo de transformación). La especialización, la inversión y la logística necesarias para todo ello sólo está al alcance o de grandes sociedades mercantiles o de empresas asociativas, capaces de financiar proyectos de investigación y desarrollo de nuevos productos, así como de organizarse internamente bajo criterios de racionalidad, eficacia en la gestión y fiabilidad.

Sin embargo, el mapa cooperativo andaluz sigue caracterizándose, en términos generales, por su atomización y por la escasa transformación industrial de sus producciones. Las cooperativas andaluzas tan sólo generan 50 euros de producción industrial por cada 100 euros de producción primaria, mientras otras comunidades, como Cataluña o Madrid, suman 148 ó 455 euros de media, respectivamente. Y mientras que en España cada cooperativa factura una media de 3,4 millones de euros al año, países como Francia suman 19,1 y otros, como Dinamarca, nada menos que 1.346. Esto es así porque muchas de ellas aún no se han incorporado al proceso de transformación y comercialización, y continúan vendiendo los productos en origen sin añadir valor.

En resumidas cuentas, las cooperativas andaluzas (y españolas) tienen por delante varias tareas. Por un lado, la necesidad de crecer y ganar dimensión mediante integraciones o alianzas comerciales. Por otro, deben modernizarse y dotar de valor añadido a sus producciones, mediante la innovación en productos y procesos, la transformación y la industrialización. La política agroalimentaria parece apuntar también en este sentido tal como demuestra que en 2012 se presentara un anteproyecto de Ley de Integración de Cooperativas, con carácter nacional, cuyo objetivo es promover e incentivar la dimensión de las cooperativas, alcanzando una dimensión y facturación más adecuada a la realidad actual. Para ello, las organizaciones representativas del cooperativismo español llevamos meses trabajando en la definición de la llamada "entidad asociativa prioritaria", recogida en el anteproyecto, con la que se pretende potenciar y agilizar las uniones entre cooperativas con vistas a un mayor fortalecimiento del sector productivo.

En cualquier caso, habrá que esperar todavía algún tiempo para comprobar el impacto de esta iniciativa, entre otras cosas porque un sector tan reticente a los cambios como el agrario necesitará de algo más que leyes para avanzar. Por ello, ahora el trabajo prioritario debe concentrarse en el ámbito de las mentalidades, tanto de los socios como, sobre todo, en los consejos rectores y asambleas de las cooperativas, ya que los órganos de decisión tienen la responsabilidad de liderar este proceso, que sólo podrá llegar a buen término desde el absoluto convencimiento, tanto individual como colectivo.

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