La ciudad y los días

carlos / colón

Muerte, trauma y fracaso

MUCHOS no nos dolemos de que el aborto libre (sin causa terapéutica) sea considerado un derecho, sólo sujeto a determinados plazos racionalmente incomprensibles (¿qué más da matar el feto a los dos o a los cinco meses?), porque la Iglesia lo diga. Nos duele porque nuestra sensibilidad, nuestra conciencia y nuestra intuición nos lo dice. Y por nuestra repugnancia hacia cualquier forma en la que un ser humano mate a otro, ya se trate de no nacidos o de nacidos. Y, en estos últimos años, también porque la ciencia aporta argumentos cada vez más abrumadores sobre la singularidad genética del embrión y del feto.

Por aborto libre me refiero al practicado en los países desarrollados a una mujer sana, matando un embrión o un feto sano; es decir, sin causa terapéutica. Y en una sociedad en la que afortunadamente se ha conquistado la libertad sexual, la situación de las madres solteras y de los hijos nacidos fuera del matrimonio no está penalizada o discriminada ni legal ni socialmente y la información sobre el control de la natalidad y los medios para ello están al alcance de todos. En una sociedad así, y con la información sobre sexualidad disponible y divulgada, el aborto es una forma agresiva, brutal y asesina de control de la natalidad.

Comparto, discrepando en esto de muchos católicos, las excepciones contempladas en la ley socialista -repito: socialista- de 1985 (peligro para la salud física o psíquica -este segundo supuesto fue el coladero: sólo comparto el primero- de la madre, que el embarazo sea resultado de una violación -humanamente comprensible aunque se sacrifica a un inocente- o graves taras del feto, lo que en mi opinión no incluye casos como el síndrome de Down).

En cualquier caso el aborto es una desgracia, un trauma, algo indeseable, una medida extrema y brutal. Por eso me repugnó tanto la alegría de la vicepresidenta, las ministras y las diputadas socialistas cuando se aprobó la ley de 2010. Aun quien en conciencia considere necesaria esta ley, debe manifestar seriedad y hasta pesadumbre por su aprobación porque representa una muerte (la del feto), un trauma (el de la mujer que aborta) y un fracaso (el de la educación sexual). Además de un abuso legal que margina al hombre y futuro padre, cuya opinión sobre la muerte del que será su hijo (y que en el caso de nacer le acarreará las lógicas responsabilidades legales y económicas) se ignora.

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