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La tribuna

Federico Durán López

Reforma laboral: en defensa del empleo

EL debate acerca de la necesaria reforma laboral ha entrado en unos derroteros de irracionalidad preocupantes. Se ha formado un núcleo de opinión que, desoyendo o descalificando todos los planteamientos económicos y jurídicos que sostienen la necesidad de acometer una adaptación de nuestro sistema laboral a las necesidades presentes de la economía y de las relaciones sociales, basa su inmovilismo en un argumento tan simplista como efectivo de cara a debates poco cualificados: la crisis no la han provocado los trabajadores y, por tanto, no la deben pagar los trabajadores. No son admisibles, pues, recortes de los derechos laborales (básicamente, aunque no exclusivamente, los centrados en el abaratamiento de los costos del despido).

Como idea para un mitin no está mal y puede incluso ser efectiva. Pero fundar sobre ella decisiones de política legislativa o tratar de revestirla de dignidad académica (ay, este mundo universitario esclerotizado, sumido en el desconcierto ante el derrumbe de las viejas catedrales conceptuales, desorientado ante las nuevas ideas), es suicida. El problema no es de quién es la culpa de la crisis, o de quién no es. El problema es que tenemos encima una crisis de intensidad desconocida (y que podemos imputar a quien queramos: a los excesos cometidos en el sistema financiero, a los fallos de los mecanismos supervisores, al desarrollo de burbujas especulativas, etcétera) que supone, para España, unos costes en términos de empleo que no tienen parangón con los de otras economías.

¿Por qué en Alemania, con una caída del PIB bastante superior a la española, la tasa de crecimiento interanual del número de parados es todavía negativa, -0,9, mientras que en España es del 84,5%? (Y en Reino Unido del 25,8, en Francia del 18,5 y en Italia del 7,3). En esto es en lo que tenemos que centrar nuestra atención, porque nuestros males en el empleo no derivan de una maldición bíblica, sino que son consecuencia de la ordenación de nuestras relaciones laborales y de nuestra negociación colectiva.

Una ordenación de las relaciones laborales completamente desfasada, ajena a la realidad económica y a las nuevas exigencias de la competencia económica internacional, anclada en los esquemas corporativos del franquismo y que constituye una pesada losa para la productividad y para la competitividad de las empresas. Y una negociación colectiva rígida e igualmente corporativizada, con escasa sensibilidad a las circunstancias económicas, y alejada de las necesidades de cada empresa. Que hacen, una y otra, que el empleo sea el principal instrumento de ajuste que tienen las empresas españolas para adaptarse a la coyuntura y para recuperar productividad. A diferencia de lo que sucede en otras economías, las necesarias adaptaciones competitivas se saldan, entre nosotros, fundamentalmente, en términos de destrucción de empleo y de puestos de trabajo.

Eso es lo que resulta necesario reformar. Y negarse siquiera a plantear los contenidos de dicha reforma, sobre la base de que los trabajadores no deben pagar las consecuencias de la crisis es una broma de mal gusto. ¿Quién está pagando las consecuencias de la crisis? ¿Los cuatro millones de desempleados no son ya víctimas de la misma? ¿Cómo decirles a quienes han perdido su empleo y también han perdido o pueden perder las prestaciones y subsidios correspondientes que no se van a consentir recortes de los derechos de los trabajadores?

Es necesaria una decidida acción en defensa del empleo. Y una reforma laboral que busque dotar a las empresas de la flexibilidad necesaria para progresar en una economía mundializada, cada vez más abierta y competitiva. Ello, junto al reforzamiento, no menos necesario y urgente, de los sistemas de formación, es lo que permitirá contar con un empleo de mayor calidad, más estable y resistente a los embates de la coyuntura. A lo que debe unirse una mejora sustancial de la protección social de los trabajadores afectados por las crisis empresariales y unas políticas activas de empleo, con un papel protagonista de las agencias privadas de empleo, mucho más eficiente.

Al inmovilismo que no ofrece más que (si lo ofrece) pan para hoy y hambre para mañana, hay que oponer una política reformista que garantice un sistema laboral más eficiente y dinámico, atento a las exigencias de productividad, de competitividad, de calidad del empleo y de empleabilidad de los trabajadores. No hay mayor progreso social que el que permite a todos los ciudadanos participar en las actividades creadoras de riqueza y obtener los medios económicos para una vida digna.

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