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La tribuna

Ángel Rodríguez

La universidad que se va

GRACIAS al carácter crítico de la mayoría de lo que se publica sobre la adaptación de la universidad española al denominado proceso de Bolonia estamos muy al tanto de las contradicciones que esta reforma trae consigo. En mi opinión, para hacerse con una imagen cabal de la necesidad de cambio en la universidad española no es suficiente con resaltar las pequeñas o grandes trampas de la universidad que viene, sino que es también necesario recordar por qué a muchos no nos gusta la que tenemos, la misma de la que, gracias a Bolonia, se nos brinda ahora una oportunidad de despedirnos que no debemos desaprovechar.

Podemos agrupar las críticas a Bolonia en dos grandes grupos: la banalización de la docencia y la mercantilización de los estudios universitarios. Con respecto a lo primero, hay que decir que la preocupación por la docencia en la universidad era hasta ahora, simplemente, inexistente y estaba totalmente desprestigiada entre los profesores, la mayoría de los cuales soñaba con una vida dedicada por entero a la investigación que sólo se ensombrecía por las horitas semanales de clase (también estaban los que soñaban con otras cosas, pero abominaban igualmente de sus horitas semanales de clase). Por supuesto que había excelentes profesores, pero su labor se desarrollaba en un ambiente de absoluta indiferencia institucional y la incomprensión de muchos de sus compañeros.

Ahora sabemos que el error que cometimos fue inmenso: al descuidar la transmisión eficiente de conocimientos propiciamos una formación deficitaria para muchos de nuestros estudiantes y creamos un ambiente social en el que la labor investigadora quedaba completamente oscurecida, una invisibilidad contra la que sigue siendo muy difícil luchar (yo hace tiempo que he renunciado a que mis amigos y mi familia dejen de creer que cuando no doy clases estoy de vacaciones). Muchos piensan, sin embargo, que si llenamos nuestros claustros de buenos docentes estaremos infantilizando nuestras aulas y laboratorios y restando energía a nuestra labor investigadora. Es justo al revés. Las mejores universidades del mundo son las que contratan a excelentes investigadores para que enseñen a sus estudiantes: entren en la web de Princenton y podrán ver las horitas semanales de Paul Krugman (aunque es probable que faltara a clase el día que fue a recoger el Nobel).

Tengo para mí que lo que de cierto pueda haber en el temor a la infantilización de la docencia universitaria es consecuencia de que los pedagogos que ahora nos aconsejan son especialistas en cómo enseñar a niños o a adolescentes, mientras que lo que realmente necesitamos son herramientas pedagógicas propias de la educación superior, cuyas abismales diferencias con la primaria y la secundaria no se limitan sólo a que nuestros estudiantes son adultos y deben ser tratados como tales: cursar estudios universitarios no es un derecho universal inherente a la dignidad de las personas ni debe ser un factor determinante de igualación social. Por eso la universidad no es un colegio ni un instituto. Nos hacen falta urgentemente pedagogos que comprendan que nuestro objetivo principal es la excelencia si es que realmente pretenden que lleguemos a hacerles caso.

Vayamos ahora a la mercantilización. Es muy cierto que la universidad no se regía hasta ahora por los vaivenes del mercado: se regía por lo que decía el jefecillo de turno, patética caricatura de los grandes maestros de antaño. Pero no se trata ahora de someterla a la ley de la oferta y la demanda, sino de que la sociedad decida cuáles deben ser sus prioridades, dándole al mercado el papel que crea que deba tener. Se ha dicho que eso es bajar a la universidad de su pedestal. Yo creo que bastaría con bajar de su tarima a todo el que piensa que ser profesor universitario significa trabajar sólo en lo que uno quiere, como quiere y cuando quiere, ideal de vida ciertamente muy atractivo, pero escasamente compatible con la condición de empleado público que nos adorna a los que pertenecemos a ese gremio. Lo más irritante de quienes se oponen a que sea la sociedad la que delimite nuestro camino es que, además, no dudan en calificar de poco progresista que la gente, cuyo dinero paga la universidad pública, tenga derecho a preguntarse si esa inversión es socialmente rentable. No comparto, en absoluto, esa idea de progresismo.

Por supuesto que todo lo escrito hasta ahora es fruto de una inevitable generalización. Por ejemplo, no cabe duda de que la situación a la que habíamos llegado fue parte del precio que hubo que pagar para que se extendiera en nuestro país la educación superior. Y es igualmente claro que, al igual que hubo excelentes profesores en la universidad que se va, los pésimos no desaparecerán como por encanto en la que viene. Pero ése es, aunque incompleto, el retrato de lo que intenta cambiar Bolonia. Francamente, compartiendo algunos de los argumentos con los que se critica la reforma, encuentro muy pocos para añorar lo que estamos dejando atrás: han sido muchos años juntos, demasiados. Adiós, y, por favor, no regreses nunca. Sayonara, baby.

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