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La tribuna

Adela Muñoz Páez

Hipatia y Amonio

LA película más taquillera de comienzos de este otoño no es una superproducción americana sino una película cuyo director y capital son españoles. Para abundar en la singularidad, la acción transcurre en una época tan poco frecuentada por los cineastas como es el siglo V de nuestra era. La protagonista, dama sin par que dedicó su vida al estudio y la enseñanza, aparece en la película rodeada de varios personajes masculinos. No obstante, el que probablemente sea uno de los mayores logros de la película es un personaje secundario, un monje exaltado miembro de los parabolanos. Éstos eran cristianos que se dedicaban al cuidado de los más desfavorecidos, pero que terminaron actuando al margen de la ley, formando grupos violentos que no actuaban directamente a las órdenes de la jerarquía eclesiástica oficial pero eran tolerados, cuando no alentados por ella. Según nos cuentan en la película, las convicciones del monje son tan profundas que por defenderlas no duda en andar sobre carbones encendidos, destrozar obras de arte, quemar los valiosos manuscritos de la biblioteca de Alejandría o atentar contra las vidas ajenas. Tampoco se arredra si es su propia vida la que está en juego. Este personaje, tanto por su caracterización como por la interpretación del actor que le da vida, tiene una fuerza arrolladora, pero posiblemente la clave de su atractivo estribe en su vigencia, porque no es un personaje que nos resulte extraño. Representa a los fanáticos de Alejandría del siglo V, pero también a los inquisidores que quemaron a Giordano Bruno en el siglo XVI y a los talibán que en Afganistán y Pakistán tirotean a las niñas al salir de la escuela. En el polo opuesto a esa barbarie está la sabia, que declara estar obligada a poner en duda todo el conocimiento establecido. Es la batalla de la razón frente a la fe ciega defendida por la fuerza.

Al parecer, ella murió a manos de los amigos de él; en los siglos posteriores volvieron a matarla borrándola del recuerdo. Pero la historia nunca termina de escribirse y la sabia volvió a brillar con todo su esplendor en los siglos XVIII y XIX cuando el filósofo francés Voltaire, el historiador inglés Edward Gibbon, y los novelistas Leconte de Lisle y Charles Kingsley la descubrieron. En el siglo XX volvía a ser una gran desconocida hasta que un científico norteamericano divulgador de la ciencia, Carl Sagan, y un osado director de cine español decidieron rescatarla del olvido haciéndola protagonista de una serie televisiva el primero y de una película de gran presupuesto el segundo. Como consecuencia de esta osadía, hoy la sabia vuelve a ser objeto de discordia. Es el centro de debates donde se discute si fue una estudiosa o más bien una maestra; si, precursora de Copérnico, defendió las teorías heliocéntricas o si seguía la tendencia más general del geocentrismo; si intuyó diez siglos antes que Kepler que las órbitas planetarias fueran elípticas y no circulares; si era de una belleza deslumbrante o lo deslumbrante era su mente. En fin, si su muerte violenta, siendo anciana o joven, fue una consecuencia del enfrentamiento entre paganos y cristianos, o más bien de la pugna entre cristianos moderados y exaltados.

No se sabe si son estos acalorados debates lo que está llevando la gente al cine de forma masiva, a pesar de que las críticas cinematográficas no parecen ser muy entusiastas. Aunque, quién sabe, puede que la mejor propaganda se la estén haciendo ciertos sectores que, denostándola de mil maneras, quieren hacer de esta película el símbolo del enfrentamiento de creyentes contra ateos. O quizás sea la luz del Mediterráneo, los impresionantes decorados o el atractivo indudable de los actores que acompañan a la sabia. Lo que resulta incuestionable es que la protagonista es el tema de moda en nuestros días. Un personaje deslumbrante cuyo trágico destino no carece de aspectos sombríos: ¿verdaderamente fue el fanatismo lo que acabó con su vida o la evolución natural de una sociedad en la que ya no cabían relaciones arcaicas como la de amo-esclavo? ¿Era esta mujer el símbolo de la sabiduría o el de esa sociedad en descomposición? ¿Su inteligencia, sensibilidad y amor por el conocimiento justificaban que aceptara la violencia suprema de que un hombre pudiera ser dueño de la vida de otro?

La mayor parte de estas cuestiones no tienen una respuesta clara, pero el hecho de que se planteen ya es un triunfo. Después de quince siglos, Hipatia ha vuelto a la vida. Larga vida a Hipatia.

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