El poliedro

Adiós,fábrica cruel

Los suicidios en la fábrica del iPad en China son la versión emergente de los acaecidos en Europa

SE atribuye a los países desarrollados un mayor índice de suicidios que el que las estadísticas oficiales arrojan en los países más pobres. Japón, Suecia o Finlandia cargan con el oprobio de tener récords de nivel de vida correlacionados con el del porcentaje de la población en cuyos corazones anida la pena negra y la voluntad de abandonar por su propio pie el valle de lágrimas. El suicidio también tiene una cara empresarial, más bien industrial.

Hace un año saltaron las alarmas en una planta de France Telecom, donde se han quitado la vida 25 empleados, igual que varios años antes, cuando nadie hablaba de crisis, se dieron situaciones similares en Peugeot, la aeronáutica Thales o la energética GDF-Suez. Más allá de las regulaciones de empleo ahora en curso, el fenómeno tiene lugar en grandes conglomerados industriales. Es decir, en estructuras organizativas altas (muchos niveles jerárquicos, muchos jefes de jefes de otros jefes) sometidas a gran presión porque trabajan por pedidos o proyectos. Una hipótesis plausible como causa de todo ello es que los incontables mandos intermedios -el colectivo tristemente protagonista de la situación- se ven sometidos a una tensión y estado de ansiedad provocados por la creciente exigencia que se produce cuando las órdenes van de arriba abajo, sin que el primer ordenante hable ni conozca a quien debe ejecutar la orden dada, como un émbolo alto que origina una presión que hace saltar el organigrama por las costuras intermedias, en forma de depresión, neurosis y, fatalmente, muerte. Además, todo el que está por arriba de la víctima mete nuevas órdenes en el zurrón, una versión organizacional de los paquetes derivados financieros: los plazos y las exigencias de calidad técnica son leoninos, todos los días y todas las horas de la jornada laboral. No es en pequeñas empresas de servicios donde (más) se machaca a los mandos intermedios -ni corbata de Hermès, ni mono azul-, sino en grandes multinacionales del sector industrial. Lo mismo está pasando en China, cuya metamorfosis de Tercer Mundo colectivista a capitalismo sui generis pero salvaje no ha conocido crisálidas intermedias.

El núcleo duro del management de Apple lo componen tipos sin corbata, informales y sin complejos, sanos y cachondos. En las presentaciones de sus iPad se nos aparecen como actores de Sexo en Nueva York. Pero nada de ese nuevo dispositivo -mañana, imprescindible; pasado, obsoleto- se fabrica ni ensambla en California: eso se hace en la fábrica de Foxconn en Shenzen, cuya plantilla es de 420.000 empleados y que está en la China de primera velocidad, Taiwan. Nadie en el todavía Primer Mundo hubiera conocido el nombre de esta fábrica si no se hubiera producido también allí una oleada de suicidios, por el mismo motivo que los de las industrias francesas: la presión de plazos, actividades programadas sin compasión y lotes que deben estar "para ya".

China asume una creciente porción del pastel global, su PIB pronto será el mayor del mundo y, a menor velocidad, su renta per capita convergerá con la de los países ricos. Sin plantearnos aquí la paralizante pregunta "¿Da el mundo para que la familia media china tenga dos coches, viaje en avión de vez en cuando y tenga tres ordenadores por casa, cinco móviles, dieta variada y superflua y dos teles de plasma, como nosotros?", proponemos otra hipótesis de corte buenista: "Es quizá esta migración desde los pelotones de fusilamiento del Ejército Rojo hacia el colapso del cuerpo y el alma de los trabajadores industriales lo que hará una China más justa socialmente". Mientras, en Europa, nuestra transición del Estado del Bienestar al Estadito de Nosequé nos va convirtiendo en figurantes de un decadente parque temático. Disfrute del sábado, por favor.

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