EL aborto es una práctica que para capas muy amplias de la población española merece un radical rechazo, pero que, sin embargo, en nuestro ordenamiento jurídico está amparado por unas normas votadas mayoritariamente por los legítimos representantes de la soberanía popular. En este periódico nos hemos pronunciado reiteradamente sobre el negativo juicio que nos merecen aspectos sustanciales de esa legislación. Como no podía ser de otra forma, nos reiteramos en ello. Desde esta perspectiva, el congreso que hoy va a clausurar en Sevilla la Federación Internacional de Profesionales del Aborto y la Contracepción puede suscitar los juicios morales que cada uno libremente quiera hacer, pero es una actividad amparada por la legalidad y cuyo desarrollo es una muestra de normalidad. El hecho de que la citada federación haya escogido Sevilla para celebrar esta reunión no obedece a otra razón que el atractivo que despierta la ciudad para cualquier reunión de profesionales, hasta el punto de que éste es uno de sus principales activos económicos. Intentar extraer otras conclusiones o querer convertir a Sevilla en una especie de abanderada mundial del antiabortismo por el peso que en ella tienen tradiciones religiosas fuertemente arraigadas en su sociedad, es de todo punto inútil. En Sevilla, como en cualquier ciudad de España o del mundo, hay detractores y partidarios del aborto. Tanto unos como otros tienen derecho a expresar libremente sus opiniones. Por eso es tan legítimo el congreso que tiene lugar en la ciudad como los múltiples actos de protestas que su celebración ha suscitado y que hoy tendrán su colofón en una manifestación que sus convocantes prevén masiva. Ello no es óbice para que nos parezca un auténtico disparate al campaña de boicoteo que se ha intentado poner en marcha contra la cadena hotelera que ha acogido la reunión y que no ha hecho otra cosa que ejercer libremente su actividad de negocio.

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