IV Premio Manuel Clavero · Felipe González

El hombre que hizo funcionar a España

  • La primera renovación que se propuso fue fácil: revivir al PSOE, que languidecía con el viejo Llopis. La segunda tenía más dificultad: modernizar España con el cambio tranquilo.

Todavía se preguntan muchos cómo aquel joven abogado sevillano de melena y chaqueta de pana, hijo de un vaquero cántabro de ideas republicanas, cuyas inquietudes cristianas le duraron una temporada y pronto decantó su rebeldía hacia las Juventudes Socialistas (con veinte años) y hacia el PSOE (con veintidós), pudo hacerse en otra temporada con el liderazgo indiscutible del partido que fundó Pablo Iglesias (en 1974) y llevarlo al poder en un rato, como quien dice (en 1982), para gobernar España durante catorce años. Más tiempo que ningún presidente en lo que llevamos de democracia. Con tres mayorías absolutas y una cuarta relativa que pudo manejar con comodidad.

La respuesta es compleja. Felipe González fue providencial para el Partido Socialista porque era el líder que el Partido Socialista necesitaba y porque apareció en el momento oportuno. Y gobernó tantos años porque con su carisma y su habilidad representó mejor que nadie a las generaciones de españoles deseosos de un cambio tranquilo que cerrase definitivamente la página del franquismo, y porque cumplió su compromiso primigenio: lograr que España funcionara. Por más que incumpliera otros compromisos más concretos.

La primera renovación que se propuso Felipe fue relativamente fácil. Hacerse con el control del partido estaba bastante al alcance de aquel reducido círculo de abogados y estudiantes de la universidad de Sevilla con muchas ganas de lucha y algunas también de protagonismo en la refundación del PSOE. El viejo PSOE de Llopis, desconectado de la realidad nacional y amarrado a la nostalgia, no era un instrumento mínimamente eficaz para la pelea antifranquista ni, mucho menos, para hacer avanzar la ideología socialista. Su debilidad organizativa y política le hacían presa cómoda. Hasta habían surgido formaciones que se reclamaban del socialismo y no aceptaban el partido tradicional. Bastó una alianza del grupo de Sevilla con el más obrero del País Vasco para derrotar a la ejecutiva mortecina y entronizar a Felipe como secretario general (y a Alfonso Guerra como vicesecretario). Felipe y Alfonso: nunca ha habido una pareja tan distinta que haya alcanzado junta tanto éxito. Algo le deben a Willy Brandt y otros popes de la socialdemocracia europea, que apostaron por apoyar, lanzar y financiar al flamante PSOE felipista.

Que tampoco era felipista desde primera hora. El PSOE que llegó a la Transición no había sido renovado más que en los nombres de sus dirigentes. Una de las cosas más llamativas del proceso de cambio de la dictadura a la democracia fue el contraste entre la moderación y el pragmatismo del PCE (para pagar su salida a la superficie y la legalización llegó a aceptar la bandera rojigualda y la monarquía como forma de Estado heredada de la dictadura, aunque subrayando su carácter parlamentario), que llevó a las últimas consecuencias su estrategia de reconciliación nacional y pacto por la libertad, y el radicalismo del PSOE. Durante todos aquellos años documentos, panfletos y palabras de los líderes socialistas siempre se situaban a la izquierda de los comunistas. Eran radicales, republicanos, antiimperialistas y, por supuesto, marxistas.

No era este el socialismo por el que apostaban Washington y Berlín, escarmentados por la deriva que había tomado Portugal tras la revolución de los claveles. Ni el que podía satisfacer la ambición de poder de Felipe y el grupo de compañeros y amigos de la pequeña burguesía ilustrada que habían desalojado al carcamal Llopis. Felipe comprendió pronto que sin la moderación no conseguiría atraer a las clases medias y sin las clases medias no era posible el cambio. Había que reconvertir el partido. Lo hizo al modo felipista: en mayo de 1979, poco después de perder las segundas elecciones generales e imponiendo sus tesis en plan ultimátum. Propuso en el congreso del PSOE el abandono del marxismo y la evolución del partido hacia el reformismo socialdemócrata (recuerden la frase: "Antes que marxistas hay que ser socialistas"). Lo propuso con tanta convicción como consecuencia: si los delegados le dejaban en minoría, dimitiría como secretario general.

Fue derrotado en el congreso, pero, como tantas veces en su vida política, la derrota sólo iba a ser un preámbulo engañoso de la victoria. El PSOE se sumió en el desconcierto y en pocos meses se dio cuenta de que no había en sus filas ningún líder carismático y que cualquier sustituto de González que buscaran para mantener la ortodoxia marxista no le llegaría a la suela de su zapato. Cuando se celebró el inevitable congreso extraordinario, en septiembre, Felipe volvió a la Secretaría General. En loor de multitudes. Como él estaba seguro que pasaría cuando ideó la operación.

Con el instrumento (el partido) entregado en sus manos y Alfonso Guerra en funciones de pacificador a golpe de corneta, Felipe pudo adaptar la ideología y acomodar la práctica política a las necesidades de su concepción del socialismo: moderado y reformista, creyente en la economía de libre mercado y más creyente aún en los mecanismos que palían la desigualdad intrínseca del capitalismo, a saber, educación universal, sanidad gratis y prestaciones sociales a los perjudicados por el sistema, gracias a una fiscalidad tendencialmente progresiva. Pura socialdemocracia. Lo que esperaban de él los poderes dominantes en el mundo occidental.

Dicho y hecho. Gracias a un liderazgo indiscutible y singular en el universo del socialismo español (sólo el fundador Pablo Iglesias encarnó algo parecido, aunque ni a él le llamaron Dios sus correligionarios en la intimidad), Felipe pudo llevar a cabo el cambio tranquilo con el que había ilusionado a la sociedad española: una transformación radical en el fondo y suave en las formas de las estructuras económicas, sociales y culturales en que estaba anclado el país. Logró, entre otras cosas, incorporar por fin a España a la Unión Europea, acaparar buena parte de los fondos de solidaridad previstos para los estados miembros más subdesarrollados, liberalizar la economía española, que pudo crecer sin corsés proteccionistas, y acometer obras de infraestructura que llegaron a ser la envidia de naciones largamente desarrolladas. Decidió, a este respecto, que el primer AVE no fuera de Madrid a Barcelona, sino a Córdoba y Sevilla. La mejor obra de su mandato, para Andalucía.

La adopción sin reservas del modelo de economía de libre mercado -con la compensación de sistemas nórdicos de educación y sanidad- no se produjo sin resistencias. Igual que la implantación de un tipo de partido socialista presidencialista, jerarquizado y sin corrientes internas realmente organizadas y operativas. Sólo hubo una medida de política económica de corte aparentemente radical: la expropiación de Rumasa, pero aquel era un caso de higiene político-económica. Todo lo demás fue netamente liberal. La economía estuvo en manos de Boyer y Solchaga, dos pesos pesados del social-liberalismo. La reconversión industrial, que encogió los astilleros, los altos hornos y la minería, le enajenó la confianza de los sindicatos, incluyendo UGT.

El precio pagado por modernizar estos sectores fue el despido masivo de trabajadores tradicionalmente afectos al PSOE. La reconversión, el plan de empleo juvenil que trajo por vez primera a España los contratos basura, la legalización de las empresas de trabajo temporal, la reforma de las pensiones, el recorte de las prestaciones por desempleo y el primer medicamentazo condujeron a dos huelgas generales (una, la de 1988, de gran éxito: paralizó el país y se cargó algunas reformas) y a la ruptura de UGT con el PSOE...y el alejamiento definitivo, político y personal, de Nicolás Redondo, el hombre que le había llevado a la Secretaría General en Suresnes. Un mal trago, pero insuficiente para hacerle cambiar sus designios sobre la España rejuvenecida y moderna. La España capaz de organizar una Exposición Universal y unos Juegos Olímpicos. En Sevilla y Barcelona, curiosamente las dos urbes simbólicas de los territorios más fieles al socialismo felipista.

La España que al fin funcionaba como un país normal del hemisferio occidental. Plenamente integrado en Europa, como habían soñado todos los demócratas españoles y, antes, todos los antifranquistas de la primera hora, que siempre identificaron el fin de la dictadura con la incorporación española a la Comunidad Europea. Plenamente integrada también en la Alianza Atlántica, aunque en este caso Felipe hizo lo contrario de lo que dijo que haría. Cuando Calvo-Sotelo metió a España en la OTAN, el PSOE se comprometió a convocar un referéndum, una vez accediera al poder, para sacarla. El poder lo alcanzó en 1982 y en 1985 convocó el referéndum prometido, pero para confirmar el ingreso. Fue una apuesta personal arriesgada, en la que puso en juego todo su carisma y pasión para convencer a los españoles de que escribieran el SÍ donde él llevaba veinte años pidiendo el NO. Lo ganó, y España pasó a formar parte de la defensa del mundo libre. Previamente había limpiado las Fuerzas Armadas de sus reminiscencias franquistas y alejó a la sociedad española de la permanente amenaza del golpismo. También pacificó las relaciones Iglesia-Estado por la vía del respeto a los privilegios de ésta, aunque eso no le impidió aprobar el divorcio y el aborto.

El principio del fin del felipismo empezó a escribirse a cuenta del terrorismo de ETA. No por la actividad criminal de la banda, que no cesó, ni por el intento de negociar cuando todavía no estaba claro que para acabar con ETA sólo cabía derrotarla en todos los frentes, sino por la tentación de la guerra sucia. La violencia ilegal del Estado no era nueva en España, pero en la época felipista se montó desde el poder una organización delictiva que cometió más de veinte asesinatos y algunos secuestros y se normalizó el uso de la tortura en dependencias oficiales. Algunos ministros socialistas fueron condenados y sobre Felipe González sigue gravitando aún hoy la X de la cúpula del terrorismo estatal que le atribuyó el juez Garzón en su versión más independiente.

La guerra sucia antiterrorista desveló otro de los lunares del felipismo. Cargos de Interior se repartieron parte de los fondos reservados que debían destinarse a la lucha contra ETA y el director general de la Guardia Civil se enriqueció a costa del cuerpo robando, estafando y malversando. Sólo era el aperitivo de la corrupción que desangraría al PSOE. Afectó a un grupo selecto de cargos socialistas incrustados en las instituciones y las finanzas y a muchos otros de menor relieve, oportunistas que habían acudido al socialismo reinante al calor de la victoria. Pero también implicó al partido colectivamente al descubrirse, gracias a un contable despechado, el sistema de financiación ilegal del PSOE (Filesa). El terrorismo de Estado y la corrupción se aliaron con la crisis económica para provocar un fuerte retroceso electoral en 1993 y la derrota final en 1996. Para entonces había 3,5 millones de parados y un 5,5% de déficit. Pero España funcionaba.

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