Dos películas se estrenaron el pasado año sobre la matanza de Utoya en 2011, 22 de julio, dirigida por Paul Greengrass para Netflix, y esta otra cinta noruega de Erik Poppe (La decisión del rey) que llega a la cartelera española cuando se cumplen justo 8 años de aquel trágico ataque terrorista del ultraderechista Anders Breivik que se saldó con 77 víctimas, la mayoría jóvenes y adolescentes, y con más de un centenar de heridos que aún hoy se recuperan de las secuelas físicas y psicológicas.
Si la cinta de Greengrass aspira a contar lo sucedido en clave de thriller convencional, desde varios puntos de vista (incluido el del terrorista) y en un dilatado arco temporal que va desde el día del atentado hasta el juicio, Poppe opta por un enfoque bien distinto que se sitúa siempre, en un indudable compromiso ético y político, junto a las víctimas, a saber, pegando su cámara literalmente a una joven (Andrea Berntzen) en su agónico periplo de 72 minutos, justo lo que duró el asalto armado a la isla, intentando escapar de las balas, la confusión y el terror.
Utoya. 22 de julio se despliega así como un gran plano-secuencia que busca dar respuesta física y emocional a algo parecido a lo que aquellos jóvenes, reunidos con motivo de un campamento de verano del Partido Socialista, experimentaron durante aquellos fatídicos momentos de angustia.
El reto se salda con un poderoso descenso a los infiernos del desconcierto y el horror, en una demostración estilística que introduce ciertos efectos dramáticos (el acompañamiento a un joven moribundo, la canción liberadora…) y un gran trabajo con el off visual y sonoro (especialmente en las escenas en las tiendas de campaña) que convierten el film en toda una experiencia vicaria y una cuenta atrás que confirman la fragilidad de la vida y la razón cuando enfrente se sitúan la barbarie y la violencia en su estado más puro y deshumanizado.