ANÁLISIS

El Cupo vasco y la financiación autonómica

  • El acuerdo del Gobierno con el PNV para los Presupuestos perpetúa unos derechos forales sin justificación técnica y ética, y enturbia el debate sobre el reparto de fondos entre las regiones

Han pasado 30 años desde que el sistema de financiación autonómica entró en su periodo llamado definitivo, tras una primera etapa de transitoriedad. La tutela inicial de la Administración central facilitó el proceso y la unanimidad en torno a los primeros acuerdos, pero era fácil prever que no tardarían en aparecer los agravios comparativos y los episodios de enfrentamiento político. En el caso de Andalucía se produjeron con la llegada del PP a la Moncloa y con el perjuicio para las arcas andaluzas por la negativa del entonces ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, a utilizar la población reflejada en el último censo de población como variable de reparto. A pesar de ello, los acuerdos se han sucedido uno tras otro hasta llegar al de 2009, cuya vigencia tendría que haber finalizado con el año 2014.

Podría afirmarse que, dejando a un lado los conflictos ajenos al marco constitucional, el modelo territorial definido en el mismo ha conseguido cerrar brillantemente todos sus flecos, salvo el financiero. Es un hecho incontestable que la tensión política se dispara cada vez que se inician las negociaciones para la renovación del sistema de financiación autonómica y que la crispación entre partidos y comunidades ha ido en aumento con el paso del tiempo, hasta el punto de que, dada la apretada agenda electoral de 2015, todo el mundo decidió mirar hacia otro lado cuando había que plantearse la renovación del acuerdo de 2009. Y ello a pesar de que los resultados de su aplicación eran nefastos y cada vez peores y de la necesidad de acudir a torpes apaños, como el del Fondo de Liquidez Autonómica (FLA), para intentar evitar el colapso de los servicios públicos en algunas comunidades.

Uno de los miembros del comité de expertos impulsado por el Gobierno ha dimitido

Había que coger el toro por los cuernos y, como ya ha ocurrido en otras ocasiones, el Gobierno ha decidido convocar a un comité de expertos, en parte propuestos por las autonomías, para que elaboren las bases sobre las que levantar el futuro acuerdo. La agenda es apretada y poco probable la unanimidad de los participantes, como se deduce de la dimisión de Carlos Monasterio. Lo que el representante asturiano en el comité y uno de los mayores especialistas en el tema ha venido a decir es que el acuerdo del Ministerio de Hacienda con el PNV y el Gobierno vasco para sacar adelante los Presupuestos de este año deja en evidencia que el verdadero interés del Gobierno en el comité de expertos no está en las aportaciones que puedan realizar, sino en su utilización como pantalla para frenar la tensión política.

Como era de esperar entre especialistas, muchos de ellos políticamente independientes, transitar por un camino repleto de líneas rojas iba a resultar insoportable, especialmente las que obligan a continuar ignorando los privilegios forales de vascos y navarros (entre un 40 y un 60% más de recursos per cápita que la media española). No existe justificación técnica ni ética a su existencia y la retórica sobre los derechos históricos no resiste el más mínimo análisis, a pesar de lo cual la mayoría de los partidos contribuye a mantener el cerco de inviolabilidad que se ha levantado en torno al tema. Sobrecargar tan irritante realidad con el pacto con el PNV para aprobar los Presupuestos Generales del Estado de 2017 no sólo viene a enturbiar la posibilidad de un acuerdo posterior a lo que propongan los expertos, sino que garantiza que la enorme crispación que ha caracterizado el debate autonómico durante el periodo de vigencia del último acuerdo se intensificará durante el siguiente. Con la mayoría de los gobiernos autonómicos con dificultades financieras y con el agua al cuello en el caso de alguno de ellos, como el andaluz, el Ministerio de Hacienda ha decidido aceptar que se había equivocado en el cálculo de los 1.600 millones de euros que el País Vasco debía abonar al Estado por los servicios comunes que presta al conjunto de la comunidades. Nadie sabe por qué, pero ahora resulta que el Gobierno se conforma con 200 millones y que está dispuesto a devolver los otros 1.400 en los próximos cuatro años. Para el resto puede suponer un importante recorte en los recursos a repartir, que se agrava porque en el acuerdo también se contempla rebajar el cupo para este y los próximos años desde 1.200 a 900 millones. También ayuda a entender la dimisión de Monasterio, entre cuyos trabajos académicos figura una estimación de la infravaloración del Cupo durante la vigencia de la Ley Quinquenal 2002-2006 (la última liquidada, puesto que la posterior, que debió renovarse en 2011, todavía continúa) ascendió nada menos que a 2.500 millones anuales.

En resumen, una actitud que se tacha de irresponsable en el Gobierno y de miserable en PNV, que se completa con otros compromisos políticos y de inversión en alta velocidad, en una línea similar a lo exigido por los nacionalistas canarios. La sensación es que el viejo modelo de financiación autonómica, levantado sobre firmes principios de equidad, solidaridad y autonomía financiera, se ha convertido en excesivamente proclive al chalaneo y exige bastante más que una simple actualización. Sobre todo porque la degeneración ha venido de la mano de un conflicto permanente entre los principios originales y otros que han venido apareciendo con el tiempo. A veces, absolutamente razonables, como el de corresponsabilidad fiscal. Otros planteados de forma sectaria, como el de esfuerzo fiscal. Y algunos sencillamente inaceptables, como el principio de ordinalidad exigido por Cataluña, que más o menos viene a señalar que a la hora de repartir recursos hay que tener en cuenta que las necesidades de los ricos son mayores y más caras que las de los pobres.

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