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Familia y población

Violencia contra las mujeres: el vacío emocional de las cifras

  • Estamos frente a una 'violencia deliberada' que se lleva a cabo con minuciosidad.

ANNA FREIXAS FARRÉ

Universidad de Córdoba

Las cifras correspondientes al año 2008 sobre violencia contra las mujeres invitan poco a la esperanza. Más de 70 mujeres muertas —77 según unos recuentos, 74 según otros— y un sinnúmero de denuncias, órdenes de alejamiento y agresiones no contabilizadas —amén de los suicidios no computados— nos dan una idea clara de que, a pesar de los esfuerzos legales realizados hasta el momento, algo muy importante no funciona. En nuestro país se denuncian 400 casos diarios —menos de 150.000 al año—; sin embargo, se calcula que más de 500.000 mujeres sufren violencia de sus parejas o exparejas al año. Haciendo cuentas, unas 1.400 mujeres deberían estar denunciando a diario su situación. Evidentemente, no se dispone de capacidad de respuesta legal y social para ello, dado el atasco que sufren ya en estos momentos los juzgados contra la violencia al atender, según estas cifras, a un mero 30 por ciento de las mujeres maltratadas. Estas 500.000 mujeres tienen sus correspondientes agresores; sobre una población de 46 millones de personas, agresores y agredidas suponen algo más del 2 por ciento de la población. Una cifra suficientemente importante como para que la sociedad se tome en serio el problema.

Una lectura detenida de la relación de procedimientos llevados a cabo por los agresores para terminar con la vida de sus compañeras o ex compañeras nos da una idea de la magnitud de la perversidad: estrangular, apuñalar, quemar viva, arrojar al vacío, patear, disparar, atropellar, golpear, son algunas de las diversas caras de la maldad. Cuerpos que aparecen descuartizados, atados de pies y manos, desnudos, con quemaduras y contusiones. Agresiones que con frecuencia se llevan a cabo delante de criaturas que son espectadoras impotentes de semejante atrocidad.

Estamos frente a una "violencia deliberada" que se lleva a cabo con minuciosidad y precisión, con ensañamiento y crueldad, y que se ejerce sobre personas que creyeron en el valor de los vínculos y que, incluso amenazadas de muerte, mostraron una compasión fuera de lugar que en numerosas ocasiones ha sido su perdición. Así, vemos que el 11,4 por ciento de las mujeres en situación de maltrato retira la denuncia, convencidas de que pueden darle una nueva oportunidad a alguien cuya perversidad moral no alcanzan a imaginar; poniendo en la balanza del perdón el imaginario del amor, el dolor de las criaturas y la esperanza de cambio. Aunque también las retiran por falta de confianza en el sistema, dadas las múltiples dificultades con que se encuentran en todos los ámbitos y por los sentimientos de indefensión que acumulan.

Un dato digno de atención es que en 2008, en nuestro país, el 47,2 por ciento de las mujeres muertas por violencia machista eran de origen extranjero. Esta cifra va en aumento de año en año: en 2006 las extranjeras eran el 29 por ciento, cifra que en 2007 aumentó al 40 por ciento, a pesar de que la población inmigrante en nuestro país es de apenas un 10 por ciento. Estos datos nos llevan a reflexionar sobre el aislamiento en que viven las mujeres inmigrantes y sobre la falta de redes familiares y sociales de amparo, que las convierte en víctimas preferentes. Este tipo de información posee un gran valor y debería ser un indicador orientativo de hacia dónde dirigir parte de los esfuerzos de prevención y protección.

No terminamos de saber dónde se sitúa el meollo de la posible eliminación del problema: la buena voluntad no basta ante un asunto de semejantes proporciones. Nos hemos acostumbrado al vacío emocional de las cifras y el rosario de muertas pasa delante de una ciudadanía apática que se siente espectadora y no actora. Estamos ante un problema fundamentalmente masculino que sufre la población femenina. Mientras el colectivo de varones no maltratadores se sienta con ello "moralmente a salvo" —lo cual conlleva un silencio cómplice— no alcanzaremos un cambio estructural.

La ley integral contra la violencia de género —término especialmente confuso— muestra, una vez más, que las leyes, siendo necesarias, no son suficientes para cambiar la sociedad. Por encima de todo se necesita una clara voluntad política de extender dicha ley más allá del ámbito judicial, de manera que no se destaquen de ella fundamentalmente sus elementos más represivos de carácter penal. Para el desarrollo de los planteamientos integrales de la ley hacen falta más medios sociales y educativos. Se requieren acciones de gran calado que introduzcan el cuestionamiento social del privilegio masculino e incidan en la deconstrucción de los roles sociales y el modelo del amor romántico. La misoginia enraizada e invisible que impregna todos los ámbitos de la vida cotidiana, social y política está en la base de la violencia estructural que sufren las mujeres y se inicia en la cadena de violencias que constituyen la vida de las niñas: los abusos sexuales, la desigualdad en las asignaciones de los papeles sociales en la familia, la violencia percibida en la vida de sus madres. Todo ello enseña a las mujeres desde niñas a convivir en desigualdad.

Más allá de las leyes, se trata de deconstruir el modelo de masculinidad imperante que ejerce la violencia como un mandato social y poner claramente en valor lo femenino. En una sociedad en la que nuestros varones construyen su identidad masculina sobre la negación de lo femenino, ambos requisitos suponen un imperativo de difícil alcance.

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