Literatura y pensamiento

Guerra del tiempo

  • Este regreso a la desgracia propia sería el indicio tanto de su lejanía temporal como de la asunción de aquella hora como asunto novelable

Manuel Gregorio González

Escritor

No es improbable que el lector más joven, atento a la actualidad de los periódicos, haya dado en pensar que las novelas sobre la Guerra Civil son una moda reciente. La concesión del Planeta a la Riña de gatos de Mendoza, o el Nadal de Giménez-Barlett, así parecen indicarlo. A estos títulos cabría añadir, por ejemplo, Días y noches de Trapiello, La noche de los tiempos de Muñoz Molina, Inés y la alegría de Almudena Grandes, La sima de José María Merino o El hombre sin nombre de Suso de Toro. Sin embargo, la Guerra Civil española, sobre ser el conflicto más estudiado de la Historia, es también una vieja costumbre literaria, cuyos comiezos habría que datar en el origen mismo de los hechos.

La esperanza de Malraux, Madrid, de corte a checa de Foxá, Por quién doblan las campanas de Hemingway (1940), La forja de un reblede de Arturo Barea (1941), y muchísimas otras obras, testimoniales o de ficción, están escritas sobre el filo de aquellos acontecimientos o bien en la inmediata posguerra. No obstante, parece claro que la actual recuperación literaria de la Guerra Civil viene asociada a los Soldados de Salamina de Javier Cercas, novela donde se rescataba la figura del escritor falangista Rafael Sánchez Mazas. Aun así, cabría preguntarse el porqué de esta vigencia de la Guerra Civil, pasados ya más setenta años de aquel parte de guerra (1 de abril de 1939), cuya grandilocuencia ocultaba la desdicha de todo un país abocado a la ruina: “Cautivo y desarmando el Ejército Rojo...”.

Una primera explicación, quizá la más obvia, es que la distancia temporal permite la fabulación, la deformación plástica, convertida ya en materia literaria, de aquellos dramáticos hechos. La posmodernidad, dijo Eco, consiste en volver sobre lo leído; con lo cual, este regreso a la desgracia propia, velada por los años, sería el indicio tanto de su lejanía temporal como de la asunción de aquella hora como asunto novelable. Una segunda razón, asociada a la primera, es la presencia, cada vez más escasa, de sus genuinos protagonistas. Dentro de unos años, no quedará testimonio vivo de aquel gigantesco drama, y lo que hasta ayer mismo fue información directa, dolor palpable, biografías arrolladas por el cruento devenir del siglo, pasarán a ser, como la Troya de Aquiles o el Waterloo del Gran Corso, un episodio más en los vastos anaqueles de la Historia. Quiere esto decir que los adolescentes de hoy, si quieren conocer la naturaleza y el alcance de aquella guerra, si quieren saber cómo se mataron los españoles en el siglo pasado, y las razones que adujeron los contendientes, habrán de informarse, no en el hogar, sino en las bibliotecas, en la extensísima bibliografía (Southworth, Malefakis, Jackson, Thomas, Raymond Carr, etcétera) que desde hace más de cincuenta años ha dado noticia de aquel ominoso conflicto, que inauguró las campañas modernas en el XX. Valle-Inclán construyó toda su obra con las guerras carlistas de su niñez y los episodios revolucionarios del 1868, La Septembrina, que desembocarían en la I República, el reinado de Amadeo de Saboya y la Restauración de Martínez Campos bajo el árbol saguntino. De igual modo, los Cuadros de la guerra carlista de Concepción Arenal fueron escritos con el recuerdo reciente de la pólvora.

Es lógico, pues, que el San Camilo, 1936 de Cela, o la Leyenda del César Visionario de Francisco Umbral, vengan urgidos por la necesidad, literaria y vital, de dar fe de la guerra y la posguerra en España. Ya en los 60, La ventana daba al río de García Serrano o Los cipreses creen en Dios de Gironella, abordaban, desde muy diversa perspectiva, el estrépito y la sangre de aquellos días. Por otra parte, es fácil rastrear la ferocidad y el encono de la Guerra Civil en los numerosos testimonios de la época: Neruda, Orwell, Morla Lynch, Lawrie Lee, Azaña, Martínez Barrios, Antonio Bahamonde... Testimonios cuya abundancia indica, no sólo la magnitud del conflicto, sino su significación política en los años previos a la II Guerra Mundial. Las armas y las letras de Andrés Trapiello es una excelente guía, documentada y erudita, para conocer la literatura generada por la Guerra Civil, y la difícil posición del arte, del simple quehacer intelectual, cuando las trincheras sustituyen el debate parlamentario. Tomo prestado el título de estas líneas, Guerra del Tiempo, de un libro de relatos de Carpentier. Con esa imagen, el escritor cubano parece resumir la cruenta batalla contra el olvido en la que el hombre se halla, desde siempre, inmerso. La gran literatura española de las últimas décadas, Delibes, Torrente Ballester, Marsé, no puede explicarse sin el fondo, a veces patente, a veces desvaído, de la Guerra Civil y sus secuelas. Ese mismo fondo es el que late en Un corazón humilde y fatigado del gran Ignacio Aldecoa. Hay que decir, sin embargo, que en unos años, todo aquel sufrimiento vivo, urgente, inmediato, será sólo viejo memorial de agravios. De ahí quizá este repunte último de la Guerra Civil en la literatura española; de ahí quizá esta postrer batalla, las armas y las letras, en la Guerra del Tiempo.

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