Crítica de Teatro

Tal como éramos

Déjà vu en un Lope cada vez más quinterizado: de nuevo los vecinos que vienen a revelar la vida insuficiente de la burguesía más acomodada y autoconsciente; hace poco vimos el tema en Invencible, con ínfulas y cierto aire de superioridad moral, y ahora de nuevo en el primer paso de la poco prometedora carrera dramatúrgica de Cesc Gay, que invierte aquí bastante menos que en sus últimos melodramas para cine.

Lo más sorprendente y curioso de Los vecinos de arriba tiene que ver con su aliento demodé: se habla de sexo, orgías, drogas y liberación como si aún estuviéramos esperando la famosa Transición, y las risas cómplices de la platea quizás confirmen la alarma sociopolítica de que ésta nunca tuvo lugar: un auténtico baño de represión que hace pensar en aquellas viejas películas de cámara de la República de Weimar, donde un paseo por el pesadillesco abismo de lo real era suficiente para que los buenos ciudadanos plegaran alas y se conformaran con su suerte: mejor quietos y en casa (de Ikea).

Estos vodeviles ramplones y reaccionarios suelen funcionar cuando la escena la ocupan cuerpos muy señalados, imanes para la mirada, disparadores del imaginario (ahí tienen a Arturo Fernández, aún en activo contra viento, marea y desmayos) que siempre estuvieron más allá del bien y del mal. Aquí no hay nada de eso, y una esforzada Eva Hache parece perdida cuando no puede mirar a la cámara para monologar sobre estos temas de la pareja en crisis de comunicación y congelación sentimental. Aquí, sin embargo, se practica ese tenis-teatro en el que los actores se replican por turnos a la espera de que las risas llenen los intersticios (y lo hacen, seamos justos) y la bola no caiga en la red, una manera televisiva de transformar chistes simples y directos en escenas dialogadas que los mastican y alargan. Por otro lado, cuando se acaban las risas y se ponen serios, es aún peor.

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