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Crítica de Teatro

Pasolini: las ansias renovadas

Pasolini portátil, embalado como obra de arte extrañamente desembarcada en el proscenio de teatros vacíos. Todo ocurre dentro de la caja, para unos pocos, donde el poeta en eterno presente nos hace partícipes, como lo hizo en vida, de una intimidad siempre aferrada al mundo que le tocó vivir. Una vez dentro de la caja se nota la cabaña, en esa tradición -la de Thoreau, Wittgenstein, Heidegger...- del pensador en el límite, habitante de una distancia buscada y a la vez impuesta por la sociedad, desde la que rumiar la ética y la estética en inextricable abrazo. Se puede y debe pensar en un legado de resistencia que no cesa; también en una opresión, pues Pasolini remite a un trágico cul-de-sac, a golpes contra la pared.

Rigola atiende al deseo que se acumula en la obra interrumpida del italiano, su vibrante potencial en dispersión, y retoma la ceniza caliente (un poema autobiográfico inacabado que se halló tras su asesinato) para convocarlo, vestido de futbolista de la selección italiana, en la más definida de sus muchas contradicciones; Pasolini en el entredós: cerca del pueblo pero condenado a ser burgués (a dramatizarlo todo...), bajo la tradición intelectual pero enrabietado con su desapego por la "vida-en-sí" de gentes como Ninetto; fundado en la poesía, pero en huida y abrazo con ese "lenguaje escrito de la realidad" que percibió en el cine, el arte más industrial y salpicado por la infamia consumista del capitalismo (entre las imágenes que se proyectan hay un bello ensayo sobre la mirada a cámara en su cine, calambre ontológico que compartió con Oliveira).

Este estadio, en definitiva, de melancolía es el que advierte Gonzalo Cunill, un Pasolini que desgrana vida y opiniones mirando a los ojos de su reducida audiencia. El milagro desde luego se obra, y el actor argentino, curtido en la gimnasia teatral del monólogo y el encierro (con Bernhard, en Tala), sabe nacer como ese doble del italiano, igualmente robusto, igualmente delicado.

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