La gota, quizás la última gota derramada de sangre en la ofrenda de vida del Redentor, caída sobre el punto exacto y rojo donde ha brotado una rosa. En la fuerza de los símbolos, uno solo de ellos, un detalle, construye en nuestra Semana Santa la poética de la Pasión del Señor. Nos mueve el alma y el espíritu. En esa rosa bajo el dedo índice de la mano suspendida del Señor gravita el peso de la tarde del Lunes Santo. Como gravita el acompañamiento del discípulo amado a la Madre. Discretamente separados del Traslado al Sepulcro de los discípulos. Igual que un familiar especialmente allegado y separado del duelo en esa conversación íntima y de pocas palabras. Solo con su presencia. En el cierre más emocionante del paso de misterio con el que se me va, tantas veces leve y discretamente mi Hermandad querida de Santa Marta. Más presentida siempre como partida. Como también, en la mano sobre la roca del mundo, endurecidos los corazones de piedra, de mi Señor de las Penas de San Vicente. Mirada vuelta hacia otras miradas y rostros. Y cuando somos alcanzados por Él en la bulla, sentimos como el salmista: "Contempladlo y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará". O como la pequeña herida de claveles rojos en una fina peana para el dolor de la Madre en San Vicente. Signo de la pasión del Hijo.

En la línea de fractura de la humanidad, aparece la Verdadera Cruz. En ella están todas las heridas. Todos los vencidos de la historia. Si algo podemos encontrar como experiencia personal y comunitaria en estos días -cuando se sigan abriendo brechas de esperanza entre el dolor y la barbarie- es regresar a la teología del cuidado como la llama el Papa Francisco. Cuidar la creación y la vida de cada ser humano. Recorrer los caminos samaritanos en la respuesta humanitaria que suman nuestras hermandades. Sin importar mayor medida que la gota derramada del Redentor.

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