Gafas de cerca

Tacho Rufino

jirufino@grupojoly.com

Grato gladiador con mandil

Su hija ha sacado unas difíciles oposiciones, y a él se le iluminan los ojos de orgullo e ilusión

Su llaneza le permite remedar a su propia voz, cuyo tono es de alto de corneta. Es dispuesto y diligente. Su empleador tiene claro que hay todo un mundo de empresa más allá de la productividad. Practica lo de “nuestros valores” en la briega, y no ante el micrófono. Cree que las empresas tienen sentimientos que condicionan sus decisiones. Este empleado debe de estar a pocos meses de jubilarse, y escribe las bebidas y tapas con parsimonia de amanuense tardío, sin ligazón entre las letras de “oloroso” y “papas aliñadas”; todas en mayúsculas, agotando el margen del papel de calco de media cuartilla. Alma de abacería. No se crea alma de un día para otro a la miel urgente del turismo: buena parte de los bares y restaurantes son hoy desechables, en el sentido de “usar y tirar”: están diseñados para clientes kleenex.

Igual que no le van a un santo dos pistolas, no es de recibo el uso de dispositivos digitales para las comandas de un bar histórico que ostenta una monumental barra de mármol y madera, techos altos hasta los que trepan los estantes y los jamones, colgados con criterio estético junto a coloridos latones de conservas vascas, onubenses, gallegas y gaditanas. Un establecimiento que da un servicio de barrio, y mira que hay turistas multinacionales que acuden a él, entregados. En un extremo amplio, hay allí 365 días al año una charcutería y panadería. La amplitud es vida en un negocio que recibe y satisface al público en esas enormes cosas del disfrute pequeño. Cuando llega el aluvión, ahí está el equipo, de riguroso blanco y negro y delantal, nuestro hombre el más veterano.

El gozo en un bar depende del azar de la interacción, pero más de otros dos factores. Primero, que el cliente sea respetuoso, y no un pidón atormentado. Segundo, que haya suficiente personal sirviendo, y que sepa ir a velocidad de crucero en el servicio que dan a semejantes. Algunos de esos semejantes son tiranuelos, dignos de ser coceados en el trasero en la puerta batiente de un saloon del Oeste. Nuestro hombre viste la cordialidad con voz de viento alto –muy carnavalera, bien mirado–, y repite su broma preferida al llegar un paisano con un “qué tal”: “Estaba aburrido en el sofá de mi casa y me he venido a echar unas horitas”. Un gladiador del mandil que lucha con dignidad por su salario y su pensión. Su hija ha sacado unas difíciles oposiciones, y a él se le iluminan los ojos de orgullo e ilusión cuando te cuenta que las próximas doce uvas se las tomará en Madrid, destino de su niña. Un año antes, ya tiene apalabrado un asiento en el coche de un allegado.

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