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Kundera

Kundera simbolizaba la época en que lo ‘chic’ era ser anticomunista y antitotalitario, justo lo contrario de lo que ocurre hoy en día

Como tantos otros escritores que tienen una larga vida –acaba de morir a los 94 años–, Milan Kundera se había quedado prácticamente sin lectores a pesar de que hace treinta años todo el mundo leía sus novelas. Felipe González lo tenía por uno de sus novelistas de cabecera, y recuerdo muy bien la conmoción que se vivió en Mallorca cuando se empezó a rumorear que Kundera pasaba los veranos en Cala d’Or. En aquellos años, Kundera era casi una estrella de rock. Hubo expediciones en busca de su casa y hasta recuerdo una conversación con un tipo que nos insinuaba que sabía dónde estaba Kundera, aunque no podía revelarlo porque era top secret. Esto –repito– ocurrió hace unos 30 años, pero hoy en día casi ningún joven sabe quién demonios era Kundera. De hecho, estoy seguro de que mucha gente creía que había muerto hace tiempo.

Kundera simbolizaba la época –con la caída del Muro de Berlín– en la que lo chic era ser anticomunista y antitotalitario, a diferencia de lo que ocurre hoy en día, cuando es justamente la ideología woke y sus delirios totalitarios la que fascina a los ricos. Nunca he sentido mucha afinidad por las novelas de Kundera, pero tuve la suerte de ver una escena en un hotel de la costa norte de Mallorca que parecía surgir de una de sus novelas. Cada mañana había una pareja de ingleses en la piscina. Eran jóvenes, guapos y se veía que estaban muy enamorados. Ella se sentaba en una tumbona y él se tendía boca abajo sobre la toalla. Y entonces, él sacaba un ejemplar de La insoportable levedad del ser y empezaba a leer en voz alta. El hombre tenía una voz magnífica –debía de ser actor o trabajar en la radio– y la mujer lo escuchaba con los ojos cerrados. Todavía puedo oír las entonaciones del hombre leyendo en aquel inglés que tenía la cadencia de un himno religioso: “Tomás partió hacia la frontera suiza y yo me imagino al propio Beethoven, melenudo y huraño, dirigiendo la orquesta de los bomberos locales”. Yo no había leído la novela –tampoco la leí después–, pero me hizo gracia aquella mención de Tomás, Beethoven y la orquesta de los bomberos locales. Y sobre todo, me quedo con la imagen de aquella pareja en la piscina, él tumbado boca abajo y leyendo en voz alta, y ella escuchando con los ojos cerrados mientras el sol benigno de junio le doraba la cara. No creo que un escritor pueda aspirar a nada más hermoso que esto.

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