Revolución permanente

Si uno quiere mantener su fe en el socialismo, lo más natural es irse a vivir al corazón del infierno capitalista

Hay gente que se ha indignado porque el número dos de Sumar, actual embajador español ante la ONU, viva en una lujosa villa del Upper East Side con chóferes, cocinero, mayordomo y cinco miembros de personal de servicio. También hay gente que se queja de que el señor embajador ante la ONU se haya declarado partidario de la independencia catalana y haya firmado artículos –con seudónimo– en una revista trotskista que leen cuatro gatos (y algún humanoide).

Bueno, pero qué quieren. Si yo fuera trotskista, lo último que haría sería irme a vivir a países como Venezuela o Cuba –o incluso Argentina–, donde mis sólidas convicciones ideológicas podrían tambalearse al ver cómo vive la gente bajo las utópicas condiciones del socialismo real (o del peronismo de ultraizquierda que defiende Sumar). Lo normal, si uno quiere mantener su sólida fe en el socialismo, es irse a vivir al corazón del infierno capitalista, que como todo el mundo sabe se halla en el Upper East Side de Nueva York. Si uno quiere sentir la llama inextinguible de la revolución permanente –como quería Trotski–, lo más adecuado es rodearse de los lujos despreciables de la más apestosa oligarquía parasitaria. Imagino que en esa residencia de cinco pisos donde vive nuestro embajador, el personal de servicio tiene que acceder por una modesta escalera lateral.

En cambio, el señor embajador entra ceremoniosamente por la marquesina delantera, en la que hay un portero uniformado (tal vez un venezolano huido del “socialismo del siglo XXI”) que le recuerda la hora de su partida de squash con el señor embajador de Francia. ¿Imaginan un procedimiento más infalible para sentirse un fervoroso marxista-leninista?

Por las noches, asqueado por ese espectáculo de iniquidad cotidiana que tiene que soportar a diario, nuestro buen embajador se mirará al espejo y repetirá 45 veces: “Por eso mismo soy trotskista, soy trotskista, soy trotskista”. Y luego, ya embutido en su pijama de seda satinada con las iniciales bordadas en la pechera, llamará por el intercomunicador al mayordomo y le dirá: “Jovito, hágame el favor, tráigame La revolución permanente. Quiero leer un rato”. Y entonces, convencido de sus ideales, orgulloso de su compromiso, el señor embajador se quedará dormido mientras la infecta noche capitalista cae sobre Central Park.

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