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El hombre sin atributos

En la psique del ciudadano europeo medio (varón o mujer) se ha producido un curioso desplazamiento psicológico

No vi el famoso debate entre Pedro Sánchez y Núñez Feijóo (ese hombre gris que no parece tener nombre de pila, sino tan sólo apellido, un apellido funcionarial como todo lo que rodea su vida), así que no puedo opinar con conocimiento de causa. Me cuenta gente que respeto que el debate fue una escabechina y que Pedro Sánchez salió trasquilado, y lo que es peor, dando una impresión de ser un personaje destemplado y bronco y muy pasado de rosca que hasta parecía comportarse como un desequilibrado. Por lo que me dicen, ya queda muy poco del hombre de hielo y del seductor imbatible que poseía un don para hechizar a los desesperados y a los incautos (qué futuro habría tenido Pedro Sánchez como predicador ambulante entre los palurdos del Profundo Sur: lo digo ahora que vuelvo a leer a Flannery O’Connor).

En fin, cualquiera sabe. Pero lo curioso es que ahora sea el típico hombre sin atributos –el gris, predecible, monótono e incluso bovino Núñez Feijóo– quien parezca suscitar la confianza de los electores. Han pasado los tiempos de esos “grandes hombres” que Nietzsche definía en la Genealogía de la moral como “esa nauseabunda especie de los vanidosos y de los engendros embusteros que aspiran a hacer el papel de almas bellas”. Pudiera ser. Escarmentados, desengañados, resabiados y tal vez hartos de palabrería y de propaganda, los ciudadanos preferimos a un discreto contable que no se equivoque haciendo las cuentas. Nos conformamos con muy poco.

Son tiempos, me temo, de pesimismo generalizado. En la psique del ciudadano europeo medio (varón o mujer) se ha producido un curioso desplazamiento psicológico. El miedo puede más que la esperanza, la desconfianza es más poderosa que la ilusión, y la cautela parece mucho más seductora que todas las grandes ideas que parecen hechas para salvar a la humanidad pero que nadie sabe si van a funcionar o no. Hay un repliegue mental que nos impulsa a recelar de las grandes ideas y a confiar únicamente en las cosas que parecen factibles o cuando menos cuantificables. No es tiempo de profetas ni de idealistas ni de visionarios ni de vendedores de biblias, sino de burócratas eficientes y de contables que sepan operar con un mínimo de rigor. Me temo que preferimos lo aburrido a lo épico, lo seguro a lo profético, y lo pequeño burgués a lo sublime. Malos tiempos para la lírica.

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