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El niño del callejón Dos Hermanas

El articulista y escritor sevillano Francisco Robles ha escrito un libro autobiográfico, dedicado a su primera niñez

La vida, con su taracea sobre lo cierto y lo incierto, nos llevó por otros gustos y derroteros ajenos a la ebriedad que sumió a tantos literatos de la ciudad. Pero uno nunca olvidará los primeros libros que leyó sobre Sevilla. Lecturas tempranas, atravesadas por recordaciones y estampas, con las que sus mejores escritores fijaron el diapasón de toda añoranza.

Chaves Nogales, jovencísimo y algo petulante, soñaba con que llegase el día en que el misticismo sevillano se pudiera estudiar con “un criterio laico y nuevo” (La ciudad). Primero viene Ocnos. Después, todo lo demás. Y así fue como leímos, con meticuloso desorden, a los clásicos de la remembranza sevillana (Romero Murube, Rafael Laffón, José María Izquierdo, Rafael Montesinos, Manuel Ferrand, Antonio Burgos). “Hace años que falto de mi infancia, la única patria que conozco”, decía Montesinos en Los años irreparables. Tal vez sea verdad que la infancia es la patria. De ser así, el tiempo ha obrado despiadadamente en nuestra contra, volviéndonos expatriados o, simplemente, extraviados.

El articulista y escritor sevillano Francisco Robles (repuesto ya por suerte de un grave ictus), ha escrito un libro autobiográfico, dedicado a su primera niñez, la fragua que va de 1963 a 1971. El niño del callejón (se presentará este viernes en la Feria del Libro), recrea el tiempo en el que vivió, junto a sus padres y otros dos hermanos, en una vieja casa de vecinos, a la que sólo se accedía por el callejón Dos Hermanas, en la Puerta de la Carne, junto al actual hotel Las Casas de la Judería.

El libro lo recorre como un hilillo de luz consumida, a sabiendas de que lo que nos aguarda no es más que el adiós y la consunción. Pero es, también, una vindicación de los años que verdaderamente fueron felices, pese a las estrecheces, el franquismo y la pesantez de la vida. Es, del mismo modo, una aventura, como toda infancia, que recrea desde dentro la Sevilla popular de antaño, donde todo ocurría en aquella casa-palacio amenazada de ruina, habitada por rentas estrechas, y donde la visita rigurosa del cobrador, a primeros de mes, iba a adquirir a ojos del niño la cualidad opalescente de un rito. La evocación sentimental de la madre lo permea todo, antes y después de que fuera ella misma quien, desesperada, hallara por fin dentro de un frigorífico sin enchufar al niño que jugó a esconderse y se quedó dormido para angustia del mundo adulto. He aquí, sobre todo, un corifeo de época, con sus rostros y sus voces. Un tiempo, en fin, que asoma como redención y tributo, pero sin exceso de dulzor ni vana complacencia.

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