Estamos en el último día de una vuelta que da cada 365 la Tierra alrededor del Sol. Una convención humana, el calendario, dispone que si hoy es el último mañana será el primero de otro nuevo, al que llamaremos 2024 porque hace esa cantidad impensable de años que nació Jesús de Nazaré, fecha originaria. Los pequeños sienten gran asombro cuando va llegando su cumpleaños, se ven orgullosos. Seis meses o siete antes del gran día, te responderán “Tengo cinco años y medio”. Los meses cotizan una barbaridad en la infancia, el tiempo es nuevo. A partir de mañana, y durante unos días, semanas o meses insistiremos en escribir la fecha con 2023, y luego a tachar el error en la esquina de una pantalla, o con un borrón. Una muestra de nuestra dificultad de entender el tiempo. O de nuestra facilidad para ignorarlo.

Desearemos vivir mucho este 2024, o al menos entonemos el “que me quede como estoy”. Pero debemos cuidarnos de querer que sea viernes, que lleguen las vacaciones y los puentes, que se cumpla ya el nuevo trienio y se haga corpóreo en la nómina, que se amortice del todo la hipoteca por Dios. Rechacemos el desapego por los domingos por la tarde, librémonos de esperar, y probemos a no saber cuándo caen las fiestas mayores en el 24. Estar deseando que el tiempo pase es la mejor forma para que vuele como un gavilán. Pequeñas tretas para sobrellevar el motor de los días, a veces vertiginoso, que hacen que aquello de vivir el momento se refiera siempre a un momento por venir, inexistente pues. No es vida.

Quizá “el tiempo” de los informativos sea uno de los narcóticos colectivos para parar justo eso, el tiempo. Es cuando llega el parte cuando nos convertimos en agricultores: “Shhh, baja la voz, ¡nuestros campos! ¡Nuestros viñedos!”. Un tipo dicharachero o una señora con tacones altos nos habla cada día más rato acerca del presente fugaz y sus isobaras, del futuro inmediato de las bajas o altas presiones y de las probabilidades de chubascos el fin de semana; la sequía tenebrosa. Y ese fugacísimo conocimiento experto del tiempo –de ese tiempo descrito en rutilantes diaporamas y mapas– hará más llevadera la relación con nuestros semejantes, esos que los sociólogos llaman “enlaces débiles”: “Parece que se ha levantado viento y corren las nubes, Jacinta”, “Han dado agua para esta tarde; ea, Paco, que llevo prisa”. “Yo también, salgo pitando”. Y con prisas y pitando, correrá 2024. Así que hagamos lo posible por parar, templar y mandar (lo justo). A ver si este año no se va tan volado como una Dana de esas con la que sueñan nuestros pantanos. ¡Salud!

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