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Barojiana de las plazas sevillanas

  • El Ayuntamiento altera en el Salvador su criterio para remodelar las principales plazas del casco histórico mientras los barrios y los distritos de la ciudad siguen esperando reformas en profundidad que nunca llegan

DECÍA Baroja que el hombre es un constructor de grandes ilusiones hasta que un buen día cambia de criterio y hace todo lo posible por destruirlas. Algo de eso -el fatalismo lúcido que emana de la obra del escritor vasco, el ogro de Itzea- deben probablemente de haber sentido estos últimos días los responsables del gobierno de Sevilla a juzgar por el anuncio -aparentemente imprevisto, pero en realidad preparado- de sacar la plaza del Salvador del ámbito del proyecto global de remodelación de espacios históricos bautizado con el nombre de La Piel Sensible. El Salvador, según ha prometido el alcalde Monteseirín, será ahora transformado sobre la base de un diseño clásico hecho a mediados del siglo XIX por Balbino Marrón, uno de los arquitectos que más han condicionado la fisonomía de la Sevilla tradicionalista.

Extraña tal viraje. Fundamentalmente porque se produce después de que la coalición PSOE e IU haya mantenido contra viento y marea que su lectura contemporánea de ciertos espacios sensibles de Sevilla no los estropea, como sostienen determinados sectores sociales, sino que busca justamente mejorarlos. La tesis oficial del Ayuntamiento, en todo caso, es que este cambio de opinión en relación al Salvador no obedece a una suerte de rectificación -en tal caso avalaría la mayor: las reformas de la Alfalfa y las plazas del Pan y la Pescadería, por tanto, serían erróneas- sino al fin de la rehabilitación de la Iglesia del Salvador, pórtico de la plaza. Algo tienen que decir, obviamente. Aunque dicha aseveración no se sostiene en demasía: de sobra sabían en la Alcaldía cuando se incluyó al Salvador dentro del proyecto del arquitecto José Carlos Mariñas que llegaría un día en el que la rehabilitación de la iglesia culminaría.

Si el argumento ahora es la conveniencia de velar por la estética patrimonial de esta histórica plaza parece obvio que, al menos desde el punto de vista del equipo de gobierno, en la Encarnación, la Alameda de Hércules, el Pan o la Alfalfa no había en realidad patrimonio alguno al que proteger. No se sabe muy bien qué es peor: si la contumacia -para algunos en el error; para otros, en el acierto- o semejantes razones para explicar este giro.

ausencia de modelo

Lo que viene a demostrar el nuevo catecismo aplicable al Salvador es precisamente la ausencia de coherencia en buena parte de las decisiones municipales adoptadas durante los últimos cuatro años, en su mayoría circunscritas al casco histórico y a esa nuez de Sevilla que es la urbe central. Extrañan dos cuestiones: primero, el reparto político acordado entre los dos socios de gobierno en relación a los grandes espacios públicos del centro de la ciudad; segundo, la ausencia de iniciativas de peso en la mayoría de los distritos y barrios de la ciudad, esa Sevilla que no es la oficial, sino el escenario real de la vida diaria de la mayoría de los ciudadanos.

En el primer aspecto, la cosas quedaron claras desde el principio: PSOE e IU pactaron el aprovechamiento político de las dos grandes remodelaciones urbanas de ágoras históricas -la Encarnación (PSOE) y la Alameda (IU)- confiando el resto de operaciones sobre la ciudad antigua -de índole menor- a un programa de cambios bastante más superficiales, basados esencialmente en modificaciones del pavimento y el mobiliario urbano. La piel de la ciudad. No esperaban, a este respecto, generar excesivas polémicas. Pero lo cierto es que se equivocaron como mínimo en lo que se refiere a la plaza del Pan: un espacio de la memoria íntima de la ciudad cuya transformación se vivió por parte de muchos como una auténtica afrenta. En la Alfalfa y en la Pescadería, en cambio, casi todos los cambios han sido para mejor sencillamente por eliminar los coches. Otra cuestión es la estética final, sobre la que cada uno emite, usualmente de forma categórica, su propia opinión.

En la Alameda y la Encarnación las remodelaciones previstas, además de por su mayor escala, implican cambios de uso: la primera dejó de ser un jardín, aunque estuviera asilvestrado, para convertirse en un decorado imperfecto y monocolor con algunas cosas buenas -la ausencia de coches; salvo excepciones que pueden llegar a convertirse en norma- y otras más que cuestionables, como el escaso, por no decir nulo, mantenimiento de su pretenciosa nueva imagen. La Encarnación directamente se ha privatizado al convertirla en un complejo comercial, aparatoso y gesticulante que, además, ahora no se sabe cómo construir.

En todo caso, lo más ilustrativo es que estos cambios estén circunscritos al centro histórico: el territorio donde la ciudad, probablemente por un vicio de índole psicológica, se mira a sí misma precisamente para poder reconocerse. En la ciudad real -los distritos; los barrios- los cambios de peso han sido, en cambio, muy escasos o casi imperceptibles. Curiosamente es justo donde están verdaderamente los problemas urbanos de Sevilla. ¿Había miedo a coger el toro por los cuernos y se optó por simular una transformación que en realidad sigue pendiente? En Barcelona, hace más de quince años, empezaron por los distritos y la ola de renovación terminó por llegar al centro. Aquí lo hemos hecho justo al revés y a medias. La mayoría de los barrios aún siguen esperando su momento. ¿Hasta cuándo?

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